Centenario de la muerte de Carlos de
Foucald.
El beato Carlos de Foucald recibió el colosal encargo de recuperar la milenaria tradición de sabiduría
de los padres del desierto y de actualizarla. Por eso mismo su obra no ha hecho
más que empezar.
Las siete palabras de Carlos de Foucald
Carlos de Foucauld (15 de septiembre de
1858 – 1 de diciembre de 1916) es un padre del desierto contemporáneo. Su vida
y obra, que beben de la espiritualidad de figuras de la talla de Agustín,
Benito, Francisco e Ignacio, se remontan a las de los padres del yermo que
poblaron los desiertos de Siria y de Egipto durante los primeros siglos del
cristianismo. A Foucauld, para entenderlo en su verdadera dimensión, hay que
hermanarlo con Dionisio el Areopagita y Efrén el Sirio, con Isaías el Anacoreta
o Gregorio Nacianceno. La fuente de la que bebieron estos padres del desierto y
que más tarde cuajaría en el movimiento hesicasta fue de la que también bebió
el hermano Carlos, cuya misión –esa es mi tesis– no fue la de fundar algo
radicalmente nuevo, sino la de reinaugurar para Occidente un camino
contemplativo que había quedado en el Oriente cristiano, en particular en la
república monástica del monte Athos. A mi modo de ver, Foucauld recibió el colosal
encargo de recuperar esa milenaria tradición de sabiduría y de actualizarla.
Por eso mismo su obra no ha hecho más que empezar.
Ilustraré esta tesis con las siete palabras
que, a mi entender, reflejan más logradamente la aportación de aquel a quien
hoy llamamos hermano universal:
Búsqueda.
La vida de este hombre fue totalmente
insólita. Foucauld no se parece a nadie. Decía de sí, según las épocas, que
quería ser monje o ermitaño, pero lo cierto es que viajó muchísimo, que se
asentó en distintos sitios, que fue un peregrino estructural. Este cambio de
horizonte, geográfico pero sobre todo existencial, esta metamorfosis constante
que le llevó a ser hoy explorador disfrazado de judío y mañana autor de un
diccionario tuareg, hoy soldado del Ejército francés y mañana jardinero de unas
monjas en Nazaret, pone a las claras su continua búsqueda. Foucauld, como
Gandhi o Simone Weil en otros órdenes, hizo de su vida un auténtico y continuo
experimento.
Conciencia.
Se pasó la vida escrutando su conciencia,
entrando en las motivaciones de sus actos, examinando cada detalle
minuciosamente, como aprendió de san Ignacio, proyectando sueños con que dar
cuerpo a una intuición, mirándose en el espejo de Jesucristo, su Bienamado,
estudiando lo más conveniente, reprochándose sus faltas, agradeciendo los dones
recibidos… Foucauld, que fue un soldado en su juventud, no dejó de serlo en el
fondo en su madurez. No solo era un enamorado, sino un estratega: alguien que
planifica su entrega: que refuerza los flancos más endebles, que diseña planes
para dar fecundidad a su ingobernable amor. Pasó muchísimos días y horas en la
más estricta soledad y en el más riguroso silencio. Y en ese caldo de cultivo,
aprendió a escuchar. Y obedeció a la voz que escuchaba y, más que eso, hizo de
esa escucha y de esa obediencia un estilo de vida: siempre escuchando y
obedeciendo, siempre tras la aventura de ser uno mismo. Siempre entendiendo que
él era la mejor palabra, acaso la única, que Dios le había concedido.
Desierto.
Foucauld se convirtió en África del Norte,
admirándose de la extraordinaria religiosidad de los
musulmanes. Entendió el desierto
primeramente en clave metafórica, de ahí que buscara ser monje al principio en
Ardèche y luego en Akbés y hasta en Tierra Santa; pero pronto volvió al desierto
del Sahara, el de su juventud, a su amado Marruecos y a su deseada Argelia. Y
allí era donde el destino y la providencia le esperaban. Quizá porque pocos
parajes de la tierra, al estar tan desolados, pueden evocar y remitir con tanta
fuerza al mundo interior. Foucauld es un recordatorio permanente de cómo sin
desierto y purificación no hay camino espiritual.
Adoración.
En medio de ese desierto, Foucauld adora.
Esta es una palabra que hoy nos resulta extraña, pero adoración significa,
simple y llanamente, que el hombre no se realiza por la vía del ego, sino
saliendo del propio micromundo y superando esa tendencia tan nefasta como
generalizada a la apropiación y autoafirmación. Adoración quiere decir tan solo
dejar de vivir desde el pequeño yo para dar paso al yo profundo, donde mora el
huésped divino. Lo sepan o no, todos los que buscan al misterio por medio de la
meditación, tienen – tenemos– en Charles de Foucauld a un maestro insigne. Amó
mucho porque calló mucho. Hablamos de él porque se vació de sí.
Nombre.
«Te quiero, te adoro, quiero darlo todo por
ti, cuánto me amas, cuánto te amo, te doy las gracias, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras, te alabo, mi Bienamado…». Pocos hombres en la
historia como Foucauld han dejado un testimonio escrito tan elocuente de su
apasionado amor por Jesús de Nazaret. El nombre de Jesús, como un incansable
mantra, acompañó a Foucauld durante casi todos los minutos de su vida. Era un
loco de amor, un apasionado de ese nombre, alguien que dejó que el nombre, y la
persona a quien evoca, le poseyeran. Esto significa que la soledad en que
Foucauld vivió era acompañada, por dura que en algunas ocasiones le pudiera
resultar. Que su silencio era sonoro, por doloroso que se le pudiera hacer
muchas veces. Solo hay una palabra que explica la increíble peripecia humana de
Foucauld: Jesús.
Corazón.
El nombre de Jesús fue arraigando en su
conciencia y en su corazón, de modo que ambas, unidas al fin en lo que
podríamos llamar el corazón consciente, eran el lugar en que esa Presencia
moraba. Foucauld fue, desde luego, un sentimental. Aunque su llamada era a la
oración contemplativa y silenciosa, nunca abandonó la oración afectiva,
alimentada por palabras e imágenes que le inflamaban. Practicó lo que los
hesicastas llaman la guardia del corazón: sentir la vida, oculta y frágil, en
cada palpitación; sentir la Vida
con mayúsculas en esa vida nuestra, tan limitada como intensa, tan humana y tan
divina.
Fracaso.
Al término de su vida, poco antes de ser
asesinado, Foucauld se encuentra con las manos felizmente vacías. Podría
decirse que a lo largo de su existencia cosechó un fracaso tras otro: fue el
último de su promoción en el Ejército, del que estuvo a punto de ser expulsado
repetidas veces por sus escándalos e indisciplina. Fracasó también como
patriota y abortó su vocación de explorador, echando a perder una brillante
carrera profesional. Monje fallido de la trapa de Heikh. Fallido también su
quimérico proyecto de adquirir el monte de las Bienaventuranzas para instalarse
allí como ermitaño. Ni una sola conversión tras años de apostolado. Ni un solo
seguidor tras haber redactado tantos borradores de una regla para sus
proyectados ermitaños. Ignorado por la administración civil y por la
eclesiástica, ni un esclavo redimido, ni un compañero para su misión… Foucauld
es uno de los mejores iconos del fracaso. Porque prefirió los últimos puestos a
los primeros, la vida oculta a la pública, la humillación al encumbramiento.
Por todo ello, Foucauld es esa imagen en la que pueden reconocerse todos los
fracasados de la historia. Y por todo ello veo a menudo a las gentes del mundo
caminando en una dirección y a Foucauld en la contraria. Pero no es el único;
hay otros con él, solitarios todos, todos locos. Y el primero de esa fila es el
propio Jesucristo, el más loco de todos.
Pablo
d´Ors
Sacerdote, escritor y consejero cultural del Vaticano
Sacerdote, escritor y consejero cultural del Vaticano
Amigos del Desierto
Para Pablo D’Ors, la experiencia de los
padres del desierto, esos miles de cristianos en los primeros siglos buscaban a
Dios en la soledad y el silencio, «es la corriente espiritual más importante no
solo del cristianismo, sino de la historia de la humanidad». Esta manera de
relacionarse con Dios – añade– tiene plena vigencia en la actualidad, y la
existencia de la asociación Amigos del Desierto es prueba de ello. «No fue una
idea que yo tuviera, sino un regalo que se me hizo. En 2013, empecé a recibir
cientos de correos de personas que me pedían que les enseñara a meditar. La
mayoría me conocía por mi Biografía del silencio, y muchos estaban alejados de la Iglesia. Con un par
de amigas, decidimos organizar un retiro». El interés fue tal, que «antes de
que se realizara, ya había otros dos previstos». Desde entonces, unas 1.000
personas de España y otros países han pasado por su retiro de iniciación a la
meditación. También organizan retiros para profundizar en la oración del
corazón mediante la espiritualidad de Carlos de Foucauld, «nuestro patrono», y
la teología del icono de la
Sagrada Familia , de Rublev. Parte de quienes participan en
estos retiros pasan luego a formar parte de alguno de los 16 grupos que se
reúnen semanal o quincenalmente. Además, la asociación organiza talleres y
tandas de ejercicios en un convento de carmelitas descalzos en Las Batuecas.