Foto: N.H.D. Ernesto Romero
BLOG OFICIAL DE LA HERMANDAD Y COFRADÍA DE NAZARENOS DE LAS SAGRADAS CINCO LLAGAS DE CRISTO, NUESTRO PADRE JESÚS DE LA VÍA-CRUCIS Y MARÍA SANTÍSIMA DE LA ESPERANZA
Fuente: ALFA Y OMEGA
Segundo
Domingo de Cuaresma (ciclo B)
La
escucha de la Palabra de Dios
Como voz del Señor, que nos habla y nos invita en
este tiempo a la conversión, la Palabra de Dios es uno de los elementos que
recibe mayor atención durante el ejercicio de la Cuaresma. De este modo, junto
con la llamada a la oración, la Iglesia nos anima a una escucha más asidua de
la Palabra, a cuyo fin contribuye la articulación de las lecturas bíblicas que
la liturgia nos propone en la Misa y en la liturgia de las horas. Bien sea los
domingos o entre semana, la Escritura nos guiará gradualmente hacia la Pascua
propiciando que nuestro corazón y nuestra mente estén abiertos a comprender en
profundidad los misterios cristianos que en ella celebramos mientras
contemplamos a Cristo en su subida a Jerusalén. La ordenación actual del
leccionario de la Misa prevé tres ciclos dominicales, acentuando, dependiendo
del año, temas como la alianza, la llamada a la conversión, la glorificación de
Cristo o las implicaciones del propio Bautismo. Sin embargo, en los tres ciclos,
tanto el domingo pasado como el próximo escuchamos el episodio de las
tentaciones de Jesús en el desierto y la transfiguración del Señor en el monte,
respectivamente, según las versiones de los tres sinópticos.
«Subió aparte
con ellos solos»
Es interesante fijarnos en que, en el Evangelio de
Marcos, el relato de la transfiguración va precedido del anuncio de la pasión
del Señor, predicción que no es comprendida plenamente por los discípulos y que
provoca cierto escándalo en ellos. Se trata de una reacción humanamente
natural, puesto que no son capaces de captar el sentido último de la entrega
del Señor y de valorar la consecuencia final del amor incondicional de Dios
hacia el género humano. Allá donde los apóstoles intuyen sufrimiento, dolor y
muerte, el Señor les está hablando de gozo, paz y vida. Su pasión y muerte
reales, no ficticias, serán un paso en el camino hacia la vida definitiva y
verdadera. Precisamente esto es lo que descubre este domingo el texto
evangélico. Cuando Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, pretende
mostrarles un anticipo de la gloria futura, una gloria que no se desvelará
plenamente hasta que hayan recibido el Espíritu Santo en Pentecostés, pero que
podrán entender más aún llegado ese momento gracias a la experiencia vivida
meses antes en el monte Tabor. Además, el Evangelio no obvia que serán los
mismos discípulos los que disfrutan de la visión del monte y aquellos que no
pueden aguantar en pie en el monte Getsemaní la noche en que Jesús es
entregado. Con ello se nos hace ver que quien participa de la gloria es el que
ha acompañado a Jesús en los instantes más dolorosos de su vida.
Salvador e
Hijo de Dios
Por otro lado, asistimos a una teofanía, a una
manifestación de Dios. El Antiguo Testamento contiene ciertos pasajes en los
que Yahvé se revela al hombre a través de una luz intensa y de una voz,
fenómenos que causan estupor y miedo en quienes están presentes, pero que al
mismo tiempo verifican que están ante la presencia intangible pero real del
Señor. Los apóstoles pueden confirmar con esta experiencia que Aquel al que ven
con unos vestidos de un blanco deslumbrador es el mismo Dios. La presencia en
la escena de Moisés y de Elías, representantes de la ley y los profetas, es
decir, de la Sagrada Escritura –también asociados con episodios en los que se
utiliza un género literario afín,– pone de manifiesto que todo el Antiguo
Testamento buscaba la revelación progresiva de Jesucristo como Salvador e Hijo
de Dios. Junto con la aparición majestuosa de Jesús transfigurado aparece una
nube, de cuyo interior sale una voz que reconoce al Señor como el Hijo amado,
al cual se nos llama a escuchar. Se trata de una escena similar a la del
Bautismo del Señor en el Jordán, donde Jesús es reconocido como Cristo, como
Ungido. Por último, el Evangelio no desvincula a los discípulos de la realidad
concreta que viven, así como tampoco consiguen comprender en plenitud lo que
han vivido. Tampoco nosotros, en nuestro camino cuaresmal, podemos hacernos
cargo en profundidad de lo que significa la gloria de Dios hasta que no
tengamos la experiencia de celebrar al Señor resucitado al finalizar los días
de la pasión.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a
Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se
transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les
aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la
palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué
decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz
de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar
alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban
del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el
Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y
discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Marcos 9, 2-10
Fuente: ALFA Y OMEGA
Primer
Domingo de Cuaresma (ciclo B)
Tiempo
de conversión y de preparación pascual
Con el Miércoles de Ceniza se comienza desde hace
siglos un período de 40 jornadas, al final de las cuales celebraremos la
Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. La liturgia de este tiempo nos prepara
y encamina gradualmente a la conmemoración anual de estos misterios mediante
dos dimensiones principales: la penitencial, cuyo máximo exponente lo
representa el rito de la bendición e imposición de la ceniza; y la pascual, que
considera estos días como un itinerario espiritual que nos conduce hacia la
Pascua. Tanto la reiterada llamada a la oración, el ayuno y la limosna, ya
presentes desde antiguo en la Palabra de Dios, como la plegaria litúrgica o el
magisterio pontificio, quieren enfatizar estas dos notas características,
incluyendo una insistencia en la puesta en práctica de determinadas virtudes.
En este sentido, el mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2021 apela a
la necesidad de reavivar la fe, la esperanza y la caridad durante estas
semanas. Asimismo, junto a la dimensión penitencial y pascual existe, por una
parte, un término tradicional que condensa cuál debe ser la actitud del hombre
ante Dios que habla y actúa: la conversión. Por otro lado, nos acercaremos al
desierto, un lugar geográfico que se transforma en disposición interior para
celebrar y vivir mejor la Cuaresma.
«Convertíos y
creed»
Es la segunda vez en pocas semanas que volvemos a
tener ante nosotros la segunda parte de este pasaje evangélico. En efecto, en
el tercer domingo del tiempo ordinario escuchábamos la constatación de que «se
ha cumplido el tiempo», la cercanía del Reino de Dios y la significativa
llamada a la conversión y a la fe en la Buena Noticia. Si hace unos días estas
palabras despertaban el deseo de acoger la salvación de Dios, que comienza a
visibilizarse en su vida pública, ahora resuenan en un contexto de, si cabe,
mayor urgencia. Además, también el Miércoles de Ceniza se nos ha repetido
«convertíos y creed en el Evangelio» en una de las dos alternativas estipuladas
como fórmula de imposición de la ceniza. Ni en la comprensión ni en la
realización de este rito se obvia o diluye que se trata de una llamada dirigida
a una comunidad en la que nos integramos: la Iglesia. Por ello tiene, pues,
pleno sentido que la liturgia, asumiendo tal cual una locución bíblica, adopte
el plural «convertíos» y no el singular «conviértete». La primacía de la
perspectiva comunitaria es clave para entender que la actuación de Dios hacia
los hombres no se realiza ordinariamente de modo aislado. El Señor derrama su
gracia en el seno de la Iglesia, como pueblo suyo, del mismo modo que un día
liberó a los israelitas comunitariamente, como nación escogida. De hecho, las
excepciones a este principio suelen estar vinculadas con misiones al servicio
de la comunidad o con el interés de la Escritura en resaltar que el deseo de
Dios por salvar a su pueblo tiene lugar de modo real y concreto. Esto no
contradice que la disposición interior para acoger cualquier invitación del
Señor haya de ser estrictamente personal y no se pueda sustituir por una
colectividad.
Desierto y presencia
de Dios
Indudablemente, los 40 días de Jesús en el
desierto remiten automáticamente a los 40 años de Israel en ese lugar. Esta
experiencia aparece frecuentemente en la Biblia ligada a situaciones de soledad
y abandono, así como a la fragilidad y vulnerabilidad de quien se halla en un
entorno sin apoyo ni seguridad alguna, donde se puede padecer con mayor crudeza
la fuerza de la tentación. Sin embargo, tanto la Biblia como la experiencia
espiritual eclesial de siglos han reconocido que Dios se hace también
especialmente presente en este ambiente inhóspito, como a lo largo de los
siglos ha puesto de relieve la vida eremítica. En nuestros días, recurrir al
desierto como escenario tanto de prueba como de presencia de Dios puede
iluminar la experiencia humana del sufrimiento o la noche oscura. Este doble
carácter o ambivalencia de la imagen del desierto encaja con la afirmación de
que Jesús «vivía con las fieras y los ángeles le servían». También en nuestros
días tenemos que lidiar cotidianamente con alimañas y tentaciones que nos
acechan, manteniendo la seguridad de que, con todo, somos constantemente
asistidos por ayudas que el Señor pone a nuestra disposición. Sabemos, por lo
demás, que la práctica del retiro durante periodos de tiempo concretos posibilita
tener el corazón y la mente abiertos a la Palabra de Dios, que se hace más
nítida cuando se ha logrado hacer silencio interior.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al
desierto. Se quedó en el desierto 40 días, siendo tentado por Satanás; vivía
con las fieras y los ángeles lo servían. Después de que Juan fue entregado,
Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha
cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el
Evangelio»
Marcos 1, 12-15
Hermanos:
Paz y Bien. Que el Señor os dé la paz.
En estos últimos meses la limpieza se
ha convertido en una especie de obsesión en nuestras vidas. Palabras como
desinfectar y desinfectamos son constantes en nuestras conversaciones: lavamos
las manos, la ropa, el cuerpo, la casa, las ciudades, como si la impureza de
la que nos habla el libro del Levítico se hubiese instalado en nuestra sociedad
moderna. No queremos ni debemos contagiarnos, y para ello debemos mantener una
distancia social, física, pero no de corazón.
El
confinamiento, aislamiento y la distancia nos ha enseñado que hay otros medios
de hacernos presentes y cercanos no solo a nuestros seres queridos, sino también
a todos aquellos que necesitan «volver a la vida». Tal vez sus ropas no sean
harapos, y su barba esté bien afeitada, quizás no den voces porque no pueden,
pero están clamando atención, cuidado y compañía. Que alegría saber que tantas
personas se han comprometido con los más débiles, con los pequeños, con los de
«riesgo». La vida es un aprendizaje continuo, cuando más cuidamos de la
humanidad, ésta siempre nos devuelve su cuidado. Como decía el papa
Francisco: «Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar
con los anticuerpos de la solidaridad». Es el Señor quien nos volverá a
preguntar «¿dónde está tu hermano?» (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta,
ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y
caridad en la que fuimos engendrados.
Con la celebración del rito, sobrio y
solemne al mismo tiempo, de la imposición de la ceniza, entraremos el próximo
día 17 de este mes de febrero en el tiempo de Cuaresma, que no es sino un
itinerario de preparación espiritual para la Pascua, corazón del Año litúrgico
de la Iglesia. Pero, ¿cómo aceptar este inmenso regalo que el Señor nos ofrece
cada año?, ¿cómo recibirlo este año en que todo parece seguir caminando al
ritmo que marca el Covid-19?
Qué importante es entrar a la Cuaresma
tal y como estamos hoy, sin esconder nada, y dejando que el Señor toque,
ilumine y transforme todo nuestro ser y toda nuestra vida.
En este tiempo, necesitamos de una
manera especial estar en silencio dentro de nosotros y experimentar un poco del
desierto, necesitamos permanecer solos para escuchar al Señor, para meditar su
palabra, para examinar nuestro corazón y nuestra conciencia. ¡Cuánto ruido hay
mu-chas veces a nuestro alrededor y dentro de nosotros, un ruido que nos hace
sordos a la voz de Dios y de los hermanos!
Verdaderamente la gracia del camino
cuaresmal es capaz de cambiar nuestra vida. Quizás decimos: ¡cuántas
resoluciones he hecho hasta ahora y los resultados siempre han sido tan
mediocres! Hoy el Señor nos asegura: ¡es el momento oportuno! ¡Empieza de
nuevo, estoy contigo!
Pero, se trata de un proceso
desencadenado como respuesta a una llamada y a una pregunta dirigida a lo más
profundo del corazón. Igual que a los discípulos de la primera hora, también a
nosotros nos mira el Señor a los ojos y nos pregunta: “¿Qué buscáis?” (cf. Jn.
1,35-39).
Las personas somos constitutivamente
seres en permanente búsqueda, por eso Jesús, que nos conoce bien, se adentra en
nuestras búsquedas más hondas para provocar en nosotros la auténtica
conversión; “¿qué quieres que haga por ti?” (cf. Lc. 18, 35-43), preguntará al
ciego que pedía limosna a la entrada de Jericó.
En otra ocasión, en el contexto del
Sermón de la montaña, Jesús, dirigiéndose a los discípulos les dirá: “Buscad y
encontraréis” (cf. Mt 7, 7-12). Son unas palabras rotundas que no señalan
ningún límite. Lo triste es que solemos ser nosotros los que ponemos límites a
nuestras búsquedas. Encontramos aspectos de la vida cristiana que nos
satisfacen y nos acomodamos, renunciando a seguir buscando. Olvidamos que Dios
es infinitamente más grande que lo que hemos encontrado y renunciamos a la
sorpresa del encuentro.
El único modo de permanecer abiertos a
una búsqueda incesante es, como hicieron Juan y Andrés, quedarnos con Jesús
(cf. Jn. 1, 39), siempre atentos a la escucha de su palabra y las exigencias
que nos vaya revelando.
La Cuaresma es un momento propicio para
la conversión. Pero, ¿qué entendemos cuando la palabra “conversión” resuena en
nuestros oídos y en nuestro corazón?. Desde el primer momento el cristianismo
aparece como un mensaje marcado por la conversión. El Evangelio, cuando nos
presenta a Jesús iniciando su predicación, lo hace con estas palabras:
“Convertíos, porque el reino de Dios está cerca” (Mt 4,17). Son las prime-ras palabras que pronuncia
Jesús y constituyen el anuncio de su misión en este mundo: Ha sido enviado por
el Padre para anunciar la cercanía del Reino de Dios y llamar a sus oyentes a
una profunda conversión.
Es verdad, y no lo podemos negar, que
la conversión cristiana conlleva un cambio radical: se trataría de pasar de la
tibieza al fervor, de las malas a las buenas obras, de una vida anquilosada a
otra más generosa... Ahora bien, nada de esto, aun siendo bueno, constituye el
núcleo de lo que es una conversión auténticamente cristiana.
Cuaresma, tiempo de conversión, tiempo
de cambio. Anuncio gozoso de que ya ha pasado lo viejo y ha llegado lo nuevo.
En este sentido son iluminadoras las
palabras de San Pablo invitándonos a dejarnos reconciliar con Dios (cf. 2Cor
5,20). La conversión cristiana no es tanto una conquista ascética cuando un
dejarnos amar por Dios, que no ha tenido en cuenta nuestros pecados. Ha llegado
el tiempo de la gracia. A Dios se le han conmovido las entrañas. A Dios le ha
venido la racha de amar y perdonar. Por eso se nos invita a la conversión.
La Cuaresma es el momento de embellecer
la vida. La Cuaresma es el tiempo de la multiplicación. En este tiempo de
gracia será bueno pararse, sentarse con calma y buscar el modo de multiplicarse
en lugar de rendir-se: multiplicar el tiempo en bien de los demás, comenzando
por quienes comparten con nosotros la vida; multiplicar los gestos de amor y de
ternura hacia los demás; multiplicar las buenas palabras, ésas que hacen bien
al corazón; multiplicar, sin
rendirse, porque si estamos ocupados multiplicando las cosas hermosas no
tendremos tiempo para hacer aquellas que deterioran nuestra relación personal
con el Padre de las misericordias (cf. 2Cor 1,3; TestCl 2). Multiplicar el
tiempo dedicado al silencio y a la lectura orante de la Palabra de Dios, y
releer la propia vida. No limitarse sólo a renunciar a aquellas cosas que
hacen mal; dedicarse
a descubrir cuánto amor hay en el
propio corazón y cuánto bien estamos llamados a sembrar a nuestro alrededor.
Todo esto no se improvisa. Llegaremos a
aceptar esta nuestra realidad, áspera y a la vez maravillosa, después de un
largo trabajo; la Cuaresma es, el tiempo y el lugar ideal para ello, con la
ayuda de las herramientas que nos ofrece la tradición de la Iglesia: la
oración, el ayuno, y la caridad.
En esta Cuaresma vale la pena dedicar
tiempo y esfuerzo a re-descubrirnos como hijos de Dios que buscamos nuestra
naturaleza de hijos en el Hijo, aceptándonos como somos, pequeños, criaturas
frágiles, pecadores en busca de misericordia… Este es el momento de afirmar con
rotundidad que nuestra confianza en Dios y nuestra esperanza son ver-daderas y
muy concretas. Si así lo creemos y lo vivimos, ni la enfermedad, ni el
sufrimiento, ni la muerte tienen la capacidad de atemorizarnos, por-que
confiamos plenamente en el poder de Dios y en la fuerza de su Pala-bra.
Y se trata de una Cuaresma que, como
buena parte de la del año pa-sado, es distinta a las que hemos vivido a lo
largo de nuestra historia personal: una Cuaresma marcada por la pandemia del
Coronavirus. Es éste, sin duda, un tiempo de sufrimiento y aflicción, pero
puede ser también un tiempo de gracia: “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí
tus decretos” (Sal 119, 71).
El azote del Coronavirus nos ha
obligado a mirar las cosas de manera diferente, reconociendo el valor de lo que
tenemos a nuestro alrededor y ante lo que pasábamos indiferentes. Así, casi de
repente "vemos" el trabajo insustituible de médicos, enfermeros y enfermeras
y todos los trabajadores en el ámbito sanitario, que se están “dejando la
propia vida” para salvar la de otros; nos damos cuenta de la misión de
los distintos Cuerpos de Policía desplegados en las calles para
salvaguardar nuestra seguridad; caemos en la cuenta de la sacrificada labor de
los transportistas y del personal de los supermercados que permiten que no
echemos de menos ningún producto en las estanterías; valoramos, quizás por primera
vez, el trabajo de quienes recogen por la noche nuestros residuos o reparten la
correspondencia...
¿Ha sido necesario, quizás, el
Coronavirus para que los creyentes, re-conociéramos lo que Dios quiere dar y
hacer por medio de la Iglesia? Es posible que, solo ahora, en medio de esta
terrible circunstancia, nos ha-yamos parado a:
- Comprender que no somos omnipotentes y,
ante la fuerza de un hecho tan impactante, aprender a “buscar el rostro del
Señor” (cf. Sal 27 [26] 8), pidiendo que
intervenga con su poder.
- Considerar la riqueza de nuestras
asambleas litúrgicas, ésas en las que nos reunimos comunitariamente para
escuchar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos.
- Apreciar el amor de la extraordinaria
Familia a la que pertenecemos. ¿El Coronavirus nos ha ayudado a comprender y
apreciar qué preciosa es la fe que profesamos en común y además de todo el bien
que po-demos hacer juntos?
- Descubrir que todos aquellos que dedican
su tiempo al servicio de las comunidades cristianas, sacerdotes, vida consagrada
y seglares, son un don precioso de Dios a su Iglesia. ¡Qué hermoso ha sido
escuchar la voz de un sacerdote que telefonea para trasmitir una palabra de
aliento a personas angustiadas! Y luego, ante el drama de la muerte y la
tragedia de no poder celebrar un funeral, al menos contar con el consuelo de
su presencia cálida para una oración junto a la familia. ¡Qué hermoso ha sido
ver el esfuerzo de catequistas, monitores, miembros de Cáritas… dedicando
horas y esfuerzo a compartir la fe y llevar esperanza y ayuda a tantas personas
asediadas por las necesidades materiales y la soledad!
-
Reconocer la importancia de los medios de comunicación que siempre hemos
tenido a nuestra disposición, pero que durante el periodo más duro de la
pandemia han resultado muy valiosos para mantener a los creyentes en contacto e
incluso “llevarlos” a la oración común y a la participación “virtual” en la
Eucaristía. Son la TV y la Radio, pero también YouTube y las diversas Redes
Sociales, tan denigradas con frecuencia, pero que ahora nos han permitido
reunirnos en diferentes plataformas para leer juntos la Palabra, formarnos,
compartir la fe y orar.
- Comprender que la epidemia nos "ha
obligado” a compartir muchas horas y a “sentarnos juntos a la mesa" para
celebrar en común la Eucaristía, leer la Palabra de Dios y orar con más calma,
además de disfrutar de momentos lúdicos y de otros de mayor intimidad.
Considerando que vivimos en una sociedad que promueve la separación y el
individualismo, empujando hacia la desintegración familiar y social, sería muy
bueno que no perdiéramos el gusto por compartir más y mejor la vida con
nuestros familiares.
- Dar gracias a Dios por todas las cosas
que tenemos. Aprender cada día a agradecer al Señor por su providencia y “por
todo bien”, tanto por los de primera necesidad como por los demás. Reconocer
que Dios, nos ha cuidado, que nada procede de nosotros y que todo procede de
quien es “El Bien, el todo Bien, el sumo Bien!” (cf. AlD). Pero, al mismo
tiempo que agradecemos, y como muestra palpable de nuestro amor fraterno,
compartimos con quienes carecen de lo necesario para la vida (cf. 1 Jn. 3,
16-18).
- ¡Darnos cuenta de que Jesús realmente
está a punto de regresar! Aparte de las especulaciones de algunos, que siembran
miedos y temores en la gente, queremos reavivar y proclamar la esperanza
bienavenurada del glorioso regreso de Cristo y consagrarnos aún más a vivir la
gozosa expectativa de su vuelta, trabajando sin descanso por hacer cada día más
presente su reino en nuestro mundo.
Pero, ¿es posible que hayamos necesitado del Covid-19 para entender, redescubrir y valorar estas cosas? Nunca podremos responder con cer-teza a esta cuestión, pero en la Cuaresma de este 2021 sí podemos servirnos de una situación tan dolorosa para acercarnos más resuelta-mente a Dios, único capaz de hacernos hermanos alegres y agradecidos, creyentes fuertes, capaces de continuar hasta el final el camino emprendido hace más o menos años, permaneciendo fieles a nuestra vocación de ser “fraternidad contemplativa en misión”.
¡FELIZ
CUARESMA 2021!
Julián
Bartolomé Rivera, O.F.M
Director Espiritual
«Mirad,
estamos subiendo a Jerusalén…» Mateo 20,18
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando Jesús anuncia a sus discípulos
su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les
revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para
la salvación del mundo. Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a
las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este
tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua
viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que
nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua
renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y
mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el
itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo
la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las
decisiones de quien desea seguir a Cristo. El ayuno, la oración y la limosna,
tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las
condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la
privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la
limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar
una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.
La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser
testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.
En este tiempo de Cuaresma, acoger y
vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar
por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en
generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas
mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y
podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza
de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello.
Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se
hizo Camino — exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la
Vida. El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con
sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender
nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su
cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se
hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y
compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a
Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es
un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo
mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93). La Cuaresma es un tiempo para creer,
es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en
nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo
que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y
productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que
viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14):
el Hijo de Dios Salvador.
La
esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino
La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de
beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un
«agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua
material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en
abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no
defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando
dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que
la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a
Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras
violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa
saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto. En el actual contexto de
preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto,
hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está
hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que
sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos
(cf. Carta enc. Laudato si’, 32-33;43-44). Es esperanza en la reconciliación, a
la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con
Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el
corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en
difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo
capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a
quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras
palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad. En la Cuaresma,
estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen,
que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que
entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT],
223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable,
que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para
regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un
espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224). En el
recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como
inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de
nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y
encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura. Vivir una Cuaresma con
esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo,
en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir
la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al
tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una
razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).
La
caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por
cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.
La caridad se alegra de ver que el otro crece.
Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin
hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del
corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la
cooperación y de la comunión. «A partir del “amor social” es posible avanzar
hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La
caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no
es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de
desarrollo para todos» (FT, 183). La caridad es don que da sentido a nuestra
vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como
un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo
compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva
de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de
Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que
Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre
la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o
pequeña, si la damos con gozo y sencillez. Vivir una Cuaresma de caridad quiere
decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o
angustia a causa de la pandemia de COVID19. En un contexto tan incierto sobre
el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te
he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de
confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo. «Sólo con
una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a
percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su
inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo
tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187). Queridos hermanos y
hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este
llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para
compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria
comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada
por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón
misericordioso del Padre. Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz
y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la
bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de
noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.
Francisco
Fuente: ALFA Y OMEGA
Sexto
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
El
pecado que nos separa de Dios y nos aleja de la comunidad
Siguiendo la tónica de las últimas semanas, vamos
a asistir a un nuevo signo del Señor en este domingo, último del tiempo
ordinario antes de empezar el itinerario cuaresmal, periodo en el que se
interrumpirá el ritmo de lectura continua de san Marcos. Si desde hace varios
días nos hemos acercado a algunos ejemplos de curaciones, como eran la
liberación de un poseído por un espíritu inmundo y el restablecimiento de la
suegra de Pedro, cerramos esta primera etapa de domingos con la sanación de un
leproso. El pasaje de libro del Levítico que leemos como primera lectura nos
adelanta algunos datos significativos para comprender el alcance de este
padecimiento. Aquel que estuviera aquejado de lepra, provocada por una llaga a
causa de una inflamación, erupción o mancha en la piel, debía ser diagnosticado
por un sacerdote. A diferencia de cualquier otra afección –que podía fomentar
en los demás el deseo de ayudar a sobrellevar el mal, acompañando o cuidando al
enfermo– los que eran golpeados por la lepra no solo tenían que aguantar los
sufrimientos físicos asociados a este mal, sino que también eran marcados como
impuros y, por lo tanto, se les excluía automáticamente de la comunidad social
y religiosa. Además, debían vivir solos y alejados del resto, vistiendo «con
ropa rasgada y cabellera desgreñada», según estipulaban las reglas de pureza
legal judías. Así pues, esta dolencia, aun no conduciendo normalmente al
afectado a la muerte, sí que lo convertía en una persona apestada, humillada y
condenada a ir declarando en público su impureza allá donde fuera.
Precisamente, este cuadro nos va a permitir contemplar la acción de Jesús con
mayor intensidad, debido al contraste de su acción con respecto a lo que, según
las prescripciones israelíticas, debiera haber hecho.
«Extendió la
mano y lo tocó»
En este sentido, lo último que se esperaba de
quien se encontrara ante sí a un leproso en la Judea del siglo I era el
contacto físico. Y, justamente, es lo primero que realiza Jesús al ver la
confianza de este hombre en su poder salvador: «Extendió la mano y lo tocó
diciendo: “Quiero: queda limpio”». Aparte de constatar, especialmente en las escenas
de curaciones, que en el modo de realizar la salvación de Jesús los gestos y
las palabras aparecen intrínsecamente unidos entre sí, la escena manifiesta el
motivo de la actuación del Señor: la compasión, término que nos desvela de
golpe cómo se conmueve el corazón del Hijo de Dios ante quien ha puesto su fe
en Él a través de la súplica confiada: «Si quieres, puedes limpiarme». Al mismo
tiempo, es iluminador comprender este pasaje en el marco de la historia de la
salvación y, en concreto, en el modo en el que Dios se ha aproximado al hombre,
asumiendo nuestra naturaleza humana y no teniendo reparo en compartir la vida y
las circunstancias de todos los hombres, especialmente de aquellos que más
sufren. Al igual que ocurre con el encuentro con la samaritana, con Zaqueo o
con una mujer pecadora, Jesús no solo nos enseña una manera de acercarnos sin
excusas o prevenciones exageradas a nuestro prójimo; nos está manifestando,
asimismo, lo que lleva a cabo con cada uno de nosotros. Hoy en día es
inadmisible considerar la lepra u otra enfermedad como una venganza divina a
causa del pecado. Sin embargo, es posible entender la enfermedad del espíritu,
el pecado, como una lepra, que nos separa de Dios y nos aleja de la comunidad,
provocando que nos autoexcluyamos, «viviendo solos y poniendo nuestra morada
fuera del campamento», en palabras del Levítico a propósito de los leprosos.
Esta curación nos enseña que para quedar limpios es necesario únicamente acudir
a Jesús «suplicándole de rodillas», para ser reincorporados, a través de los
sacramentos, a la vida de la Iglesia. Por último, podemos comprender el efecto
de esta acción del Señor: un deseo irrefrenable de pregonar y divulgar la
salvación que ha tenido lugar, hecho que constata que quien se ha encontrado
con el Señor siente la necesidad de anunciarlo a los demás.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso,
suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió
la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente
y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a
nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu
purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero
cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que
Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en
lugares solitarios; y aun así acudían a Él de todas partes.
Marcos 1, 40-45
Ante la delicada situación
sanitaria, y atendiendo al reciente decreto del señor administrador diocesano,
el Rvdo. P. D. Federico Mantaras Ruiz-Berdejo, los tradicionales besamanos del
Miércoles de Ceniza y primer Domingo de Cuaresma cambian este año
inevitablemente de fecha y será el Jueves
Santo, si las circunstancias son más propicias, cuando ambas Sagradas
Imágenes Titulares se expongan a la veneración de los fieles (no besamanos) con
las medidas de seguridad necesarias y bajo la observancia estricta de los
señores oficiales.