Hermanos:
Paz y Bien. Que el Señor os dé la paz.
En estos últimos meses la limpieza se
ha convertido en una especie de obsesión en nuestras vidas. Palabras como
desinfectar y desinfectamos son constantes en nuestras conversaciones: lavamos
las manos, la ropa, el cuerpo, la casa, las ciudades, como si la impureza de
la que nos habla el libro del Levítico se hubiese instalado en nuestra sociedad
moderna. No queremos ni debemos contagiarnos, y para ello debemos mantener una
distancia social, física, pero no de corazón.
El
confinamiento, aislamiento y la distancia nos ha enseñado que hay otros medios
de hacernos presentes y cercanos no solo a nuestros seres queridos, sino también
a todos aquellos que necesitan «volver a la vida». Tal vez sus ropas no sean
harapos, y su barba esté bien afeitada, quizás no den voces porque no pueden,
pero están clamando atención, cuidado y compañía. Que alegría saber que tantas
personas se han comprometido con los más débiles, con los pequeños, con los de
«riesgo». La vida es un aprendizaje continuo, cuando más cuidamos de la
humanidad, ésta siempre nos devuelve su cuidado. Como decía el papa
Francisco: «Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar
con los anticuerpos de la solidaridad». Es el Señor quien nos volverá a
preguntar «¿dónde está tu hermano?» (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta,
ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y
caridad en la que fuimos engendrados.
Con la celebración del rito, sobrio y
solemne al mismo tiempo, de la imposición de la ceniza, entraremos el próximo
día 17 de este mes de febrero en el tiempo de Cuaresma, que no es sino un
itinerario de preparación espiritual para la Pascua, corazón del Año litúrgico
de la Iglesia. Pero, ¿cómo aceptar este inmenso regalo que el Señor nos ofrece
cada año?, ¿cómo recibirlo este año en que todo parece seguir caminando al
ritmo que marca el Covid-19?
Qué importante es entrar a la Cuaresma
tal y como estamos hoy, sin esconder nada, y dejando que el Señor toque,
ilumine y transforme todo nuestro ser y toda nuestra vida.
En este tiempo, necesitamos de una
manera especial estar en silencio dentro de nosotros y experimentar un poco del
desierto, necesitamos permanecer solos para escuchar al Señor, para meditar su
palabra, para examinar nuestro corazón y nuestra conciencia. ¡Cuánto ruido hay
mu-chas veces a nuestro alrededor y dentro de nosotros, un ruido que nos hace
sordos a la voz de Dios y de los hermanos!
Verdaderamente la gracia del camino
cuaresmal es capaz de cambiar nuestra vida. Quizás decimos: ¡cuántas
resoluciones he hecho hasta ahora y los resultados siempre han sido tan
mediocres! Hoy el Señor nos asegura: ¡es el momento oportuno! ¡Empieza de
nuevo, estoy contigo!
Pero, se trata de un proceso
desencadenado como respuesta a una llamada y a una pregunta dirigida a lo más
profundo del corazón. Igual que a los discípulos de la primera hora, también a
nosotros nos mira el Señor a los ojos y nos pregunta: “¿Qué buscáis?” (cf. Jn.
1,35-39).
Las personas somos constitutivamente
seres en permanente búsqueda, por eso Jesús, que nos conoce bien, se adentra en
nuestras búsquedas más hondas para provocar en nosotros la auténtica
conversión; “¿qué quieres que haga por ti?” (cf. Lc. 18, 35-43), preguntará al
ciego que pedía limosna a la entrada de Jericó.
En otra ocasión, en el contexto del
Sermón de la montaña, Jesús, dirigiéndose a los discípulos les dirá: “Buscad y
encontraréis” (cf. Mt 7, 7-12). Son unas palabras rotundas que no señalan
ningún límite. Lo triste es que solemos ser nosotros los que ponemos límites a
nuestras búsquedas. Encontramos aspectos de la vida cristiana que nos
satisfacen y nos acomodamos, renunciando a seguir buscando. Olvidamos que Dios
es infinitamente más grande que lo que hemos encontrado y renunciamos a la
sorpresa del encuentro.
El único modo de permanecer abiertos a
una búsqueda incesante es, como hicieron Juan y Andrés, quedarnos con Jesús
(cf. Jn. 1, 39), siempre atentos a la escucha de su palabra y las exigencias
que nos vaya revelando.
La Cuaresma es un momento propicio para
la conversión. Pero, ¿qué entendemos cuando la palabra “conversión” resuena en
nuestros oídos y en nuestro corazón?. Desde el primer momento el cristianismo
aparece como un mensaje marcado por la conversión. El Evangelio, cuando nos
presenta a Jesús iniciando su predicación, lo hace con estas palabras:
“Convertíos, porque el reino de Dios está cerca” (Mt 4,17). Son las prime-ras palabras que pronuncia
Jesús y constituyen el anuncio de su misión en este mundo: Ha sido enviado por
el Padre para anunciar la cercanía del Reino de Dios y llamar a sus oyentes a
una profunda conversión.
Es verdad, y no lo podemos negar, que
la conversión cristiana conlleva un cambio radical: se trataría de pasar de la
tibieza al fervor, de las malas a las buenas obras, de una vida anquilosada a
otra más generosa... Ahora bien, nada de esto, aun siendo bueno, constituye el
núcleo de lo que es una conversión auténticamente cristiana.
Cuaresma, tiempo de conversión, tiempo
de cambio. Anuncio gozoso de que ya ha pasado lo viejo y ha llegado lo nuevo.
En este sentido son iluminadoras las
palabras de San Pablo invitándonos a dejarnos reconciliar con Dios (cf. 2Cor
5,20). La conversión cristiana no es tanto una conquista ascética cuando un
dejarnos amar por Dios, que no ha tenido en cuenta nuestros pecados. Ha llegado
el tiempo de la gracia. A Dios se le han conmovido las entrañas. A Dios le ha
venido la racha de amar y perdonar. Por eso se nos invita a la conversión.
La Cuaresma es el momento de embellecer
la vida. La Cuaresma es el tiempo de la multiplicación. En este tiempo de
gracia será bueno pararse, sentarse con calma y buscar el modo de multiplicarse
en lugar de rendir-se: multiplicar el tiempo en bien de los demás, comenzando
por quienes comparten con nosotros la vida; multiplicar los gestos de amor y de
ternura hacia los demás; multiplicar las buenas palabras, ésas que hacen bien
al corazón; multiplicar, sin
rendirse, porque si estamos ocupados multiplicando las cosas hermosas no
tendremos tiempo para hacer aquellas que deterioran nuestra relación personal
con el Padre de las misericordias (cf. 2Cor 1,3; TestCl 2). Multiplicar el
tiempo dedicado al silencio y a la lectura orante de la Palabra de Dios, y
releer la propia vida. No limitarse sólo a renunciar a aquellas cosas que
hacen mal; dedicarse
a descubrir cuánto amor hay en el
propio corazón y cuánto bien estamos llamados a sembrar a nuestro alrededor.
Todo esto no se improvisa. Llegaremos a
aceptar esta nuestra realidad, áspera y a la vez maravillosa, después de un
largo trabajo; la Cuaresma es, el tiempo y el lugar ideal para ello, con la
ayuda de las herramientas que nos ofrece la tradición de la Iglesia: la
oración, el ayuno, y la caridad.
En esta Cuaresma vale la pena dedicar
tiempo y esfuerzo a re-descubrirnos como hijos de Dios que buscamos nuestra
naturaleza de hijos en el Hijo, aceptándonos como somos, pequeños, criaturas
frágiles, pecadores en busca de misericordia… Este es el momento de afirmar con
rotundidad que nuestra confianza en Dios y nuestra esperanza son ver-daderas y
muy concretas. Si así lo creemos y lo vivimos, ni la enfermedad, ni el
sufrimiento, ni la muerte tienen la capacidad de atemorizarnos, por-que
confiamos plenamente en el poder de Dios y en la fuerza de su Pala-bra.
Y se trata de una Cuaresma que, como
buena parte de la del año pa-sado, es distinta a las que hemos vivido a lo
largo de nuestra historia personal: una Cuaresma marcada por la pandemia del
Coronavirus. Es éste, sin duda, un tiempo de sufrimiento y aflicción, pero
puede ser también un tiempo de gracia: “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí
tus decretos” (Sal 119, 71).
El azote del Coronavirus nos ha
obligado a mirar las cosas de manera diferente, reconociendo el valor de lo que
tenemos a nuestro alrededor y ante lo que pasábamos indiferentes. Así, casi de
repente "vemos" el trabajo insustituible de médicos, enfermeros y enfermeras
y todos los trabajadores en el ámbito sanitario, que se están “dejando la
propia vida” para salvar la de otros; nos damos cuenta de la misión de
los distintos Cuerpos de Policía desplegados en las calles para
salvaguardar nuestra seguridad; caemos en la cuenta de la sacrificada labor de
los transportistas y del personal de los supermercados que permiten que no
echemos de menos ningún producto en las estanterías; valoramos, quizás por primera
vez, el trabajo de quienes recogen por la noche nuestros residuos o reparten la
correspondencia...
¿Ha sido necesario, quizás, el
Coronavirus para que los creyentes, re-conociéramos lo que Dios quiere dar y
hacer por medio de la Iglesia? Es posible que, solo ahora, en medio de esta
terrible circunstancia, nos ha-yamos parado a:
- Comprender que no somos omnipotentes y,
ante la fuerza de un hecho tan impactante, aprender a “buscar el rostro del
Señor” (cf. Sal 27 [26] 8), pidiendo que
intervenga con su poder.
- Considerar la riqueza de nuestras
asambleas litúrgicas, ésas en las que nos reunimos comunitariamente para
escuchar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos.
- Apreciar el amor de la extraordinaria
Familia a la que pertenecemos. ¿El Coronavirus nos ha ayudado a comprender y
apreciar qué preciosa es la fe que profesamos en común y además de todo el bien
que po-demos hacer juntos?
- Descubrir que todos aquellos que dedican
su tiempo al servicio de las comunidades cristianas, sacerdotes, vida consagrada
y seglares, son un don precioso de Dios a su Iglesia. ¡Qué hermoso ha sido
escuchar la voz de un sacerdote que telefonea para trasmitir una palabra de
aliento a personas angustiadas! Y luego, ante el drama de la muerte y la
tragedia de no poder celebrar un funeral, al menos contar con el consuelo de
su presencia cálida para una oración junto a la familia. ¡Qué hermoso ha sido
ver el esfuerzo de catequistas, monitores, miembros de Cáritas… dedicando
horas y esfuerzo a compartir la fe y llevar esperanza y ayuda a tantas personas
asediadas por las necesidades materiales y la soledad!
-
Reconocer la importancia de los medios de comunicación que siempre hemos
tenido a nuestra disposición, pero que durante el periodo más duro de la
pandemia han resultado muy valiosos para mantener a los creyentes en contacto e
incluso “llevarlos” a la oración común y a la participación “virtual” en la
Eucaristía. Son la TV y la Radio, pero también YouTube y las diversas Redes
Sociales, tan denigradas con frecuencia, pero que ahora nos han permitido
reunirnos en diferentes plataformas para leer juntos la Palabra, formarnos,
compartir la fe y orar.
- Comprender que la epidemia nos "ha
obligado” a compartir muchas horas y a “sentarnos juntos a la mesa" para
celebrar en común la Eucaristía, leer la Palabra de Dios y orar con más calma,
además de disfrutar de momentos lúdicos y de otros de mayor intimidad.
Considerando que vivimos en una sociedad que promueve la separación y el
individualismo, empujando hacia la desintegración familiar y social, sería muy
bueno que no perdiéramos el gusto por compartir más y mejor la vida con
nuestros familiares.
- Dar gracias a Dios por todas las cosas
que tenemos. Aprender cada día a agradecer al Señor por su providencia y “por
todo bien”, tanto por los de primera necesidad como por los demás. Reconocer
que Dios, nos ha cuidado, que nada procede de nosotros y que todo procede de
quien es “El Bien, el todo Bien, el sumo Bien!” (cf. AlD). Pero, al mismo
tiempo que agradecemos, y como muestra palpable de nuestro amor fraterno,
compartimos con quienes carecen de lo necesario para la vida (cf. 1 Jn. 3,
16-18).
- ¡Darnos cuenta de que Jesús realmente
está a punto de regresar! Aparte de las especulaciones de algunos, que siembran
miedos y temores en la gente, queremos reavivar y proclamar la esperanza
bienavenurada del glorioso regreso de Cristo y consagrarnos aún más a vivir la
gozosa expectativa de su vuelta, trabajando sin descanso por hacer cada día más
presente su reino en nuestro mundo.
Pero, ¿es posible que hayamos necesitado del Covid-19 para entender, redescubrir y valorar estas cosas? Nunca podremos responder con cer-teza a esta cuestión, pero en la Cuaresma de este 2021 sí podemos servirnos de una situación tan dolorosa para acercarnos más resuelta-mente a Dios, único capaz de hacernos hermanos alegres y agradecidos, creyentes fuertes, capaces de continuar hasta el final el camino emprendido hace más o menos años, permaneciendo fieles a nuestra vocación de ser “fraternidad contemplativa en misión”.
¡FELIZ
CUARESMA 2021!
Julián
Bartolomé Rivera, O.F.M
Director Espiritual