«Mirad,
estamos subiendo a Jerusalén…» Mateo 20,18
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando Jesús anuncia a sus discípulos
su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les
revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para
la salvación del mundo. Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a
las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este
tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua
viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que
nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua
renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y
mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el
itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo
la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las
decisiones de quien desea seguir a Cristo. El ayuno, la oración y la limosna,
tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las
condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la
privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la
limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar
una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.
La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser
testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.
En este tiempo de Cuaresma, acoger y
vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar
por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en
generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas
mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y
podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza
de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello.
Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se
hizo Camino — exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la
Vida. El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con
sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender
nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su
cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se
hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y
compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a
Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es
un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo
mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93). La Cuaresma es un tiempo para creer,
es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en
nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo
que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y
productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que
viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14):
el Hijo de Dios Salvador.
La
esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino
La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de
beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un
«agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua
material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en
abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no
defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando
dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que
la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a
Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras
violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa
saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto. En el actual contexto de
preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto,
hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está
hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que
sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos
(cf. Carta enc. Laudato si’, 32-33;43-44). Es esperanza en la reconciliación, a
la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con
Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el
corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en
difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo
capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a
quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras
palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad. En la Cuaresma,
estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen,
que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que
entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT],
223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable,
que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para
regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un
espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224). En el
recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como
inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de
nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y
encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura. Vivir una Cuaresma con
esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo,
en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir
la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al
tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una
razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).
La
caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por
cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.
La caridad se alegra de ver que el otro crece.
Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin
hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del
corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la
cooperación y de la comunión. «A partir del “amor social” es posible avanzar
hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La
caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no
es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de
desarrollo para todos» (FT, 183). La caridad es don que da sentido a nuestra
vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como
un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo
compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva
de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de
Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que
Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre
la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o
pequeña, si la damos con gozo y sencillez. Vivir una Cuaresma de caridad quiere
decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o
angustia a causa de la pandemia de COVID19. En un contexto tan incierto sobre
el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te
he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de
confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo. «Sólo con
una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a
percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su
inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo
tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187). Queridos hermanos y
hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este
llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para
compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria
comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada
por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón
misericordioso del Padre. Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz
y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la
bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de
noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.
Francisco