Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Jerez de la Frontera

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jueves, 30 de abril de 2020

miércoles, 29 de abril de 2020

Carta del Papa Francisco para el mes de mayo


Publicamos a continuación la carta del Santo Padre y las dos oraciones a la Virgen que el Papa Francisco envía a todos los fieles para el mes de mayo de 2020.





CARTA DEL SANTO PADRE

a todos los fieles para el mes de mayo de 2020


Queridos hermanos y hermanas:
Se aproxima el mes de mayo, en el que el pueblo de Dios manifiesta con particular intensidad su amor y devoción a la Virgen María. En este mes, es tradición rezar el Rosario en casa, con la familia. Las restricciones de la pandemia nos han “obligado” a valorizar esta dimensión doméstica, también desde un punto de vista espiritual.

Por eso, he pensado proponerles a todos que redescubramos la belleza de rezar el Rosario en casa durante el mes de mayo. Ustedes pueden elegir, según la situación, rezarlo juntos o de manera personal, apreciando lo bueno de ambas posibilidades. Pero, en cualquier caso, hay un secreto para hacerlo: la sencillez; y es fácil encontrar, incluso en internet, buenos esquemas de oración para seguir.

Además, les ofrezco dos textos de oraciones a la Virgen que pueden recitar al final del Rosario, y que yo mismo diré durante el mes de mayo, unido espiritualmente a ustedes. Los adjunto a esta carta para que estén a disposición de todos.

Queridos hermanos y hermanas: Contemplar juntos el rostro de Cristo con el corazón de María, nuestra Madre, nos unirá todavía más como familia espiritual y nos ayudará a superar esta prueba. Rezaré por ustedes, especialmente por los que más sufren, y ustedes, por favor, recen por mí. Les agradezco y los bendigo de corazón.



Oración 1

Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza. A ti nos encomendamos, Salud de los enfermos, que al pie de la cruz fuiste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación del pueblo romano, sabes lo que necesitamos y estamos seguros de que lo concederás para que, como en Caná de Galilea, vuelvan la alegría y la fiesta después de esta prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y hacer lo que Jesús nos dirá, Él que tomó nuestro sufrimiento sobre sí mismo y se cargó de nuestros dolores para guiarnos a través de la cruz, a la alegría de la resurrección. Amén.

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita.



Oración 2

«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

En la dramática situación actual, llena de sufrimientos y angustias que oprimen al mundo entero, acudimos a ti, Madre de Dios y Madre nuestra, y buscamos refugio bajo tu protección.

Oh Virgen María, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos en esta pandemia de coronavirus, y consuela a los que se encuentran confundidos y lloran por la pérdida de sus seres queridos, a veces sepultados de un modo que hiere el alma. Sostiene a aquellos que están angustiados porque, para evitar el contagio, no pueden estar cerca de las personas enfermas. Infunde confianza a quienes viven en el temor de un futuro incierto y de las consecuencias en la economía y en el trabajo.

Madre de Dios y Madre nuestra, implora al Padre de misericordia que esta dura prueba termine y que volvamos a encontrar un horizonte de esperanza y de paz. Como en Caná, intercede ante tu Divino Hijo, pidiéndole que consuele a las familias de los enfermos y de las víctimas, y que abra sus corazones a la esperanza.

Protege a los médicos, a los enfermeros, al personal sanitario, a los voluntarios que en este periodo de emergencia combaten en primera línea y arriesgan sus vidas para salvar otras vidas. Acompaña su heroico esfuerzo y concédeles fuerza, bondad y salud.

Permanece junto a quienes asisten, noche y día, a los enfermos, y a los sacerdotes que, con solicitud pastoral y compromiso evangélico, tratan de ayudar y sostener a todos.

Virgen Santa, ilumina las mentes de los hombres y mujeres de ciencia, para que encuentren las soluciones adecuadas y se venza este virus.

Asiste a los líderes de las naciones, para que actúen con sabiduría, diligencia y generosidad, socorriendo a los que carecen de lo necesario para vivir, planificando soluciones sociales y económicas de largo alcance y con un espíritu de solidaridad.

Santa María, toca las conciencias para que las grandes sumas de dinero utilizadas en la incrementación  en el perfeccionamiento de armamentos sean destinadas a promover estudios adecuados para la prevención e futuras catástrofes similares.

Madre amantísima, acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria. Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio y la constancia en la oración.

Oh María, Consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, haz que Dios nos libere con su mano poderosa de esta terrible epidemia y que la vida pueda reanudar su curso normal con serenidad.

Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! Amén.



martes, 28 de abril de 2020

Foto de antiguos enseres de nuestra Hermandad compartida por N. H. D. José Soto en las redes sociales


Concretamente, algunas de las tallas de las capillas de  los respiraderos del antiguo paso de María Santísima de la Esperanza.






lunes, 27 de abril de 2020

El Papa envía respiradores y material sanitario a hospitales de España






El pontífice también ha donado material a Rumanía e Italia

Fuente: Grupo Mira

El Papa ha enviado respiradores y material sanitario que sirve para la asistencia de pacientes contagiados por el Covid-19 a hospitales de Rumanía, Italia y España, tres de los países más golpeados por la pandemia, en el día en que se celebra la onomástica de San Jorge.

Según ha informado el portal de noticias del Vaticano, Vatican News, además de la maquinaria necesaria para la respiración asistida, también se hará entrega de mascarillas y gafas protectoras para el personal sanitario de las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI).

Serán un total de tres los respiradores de última generación que recibirán hospitales de Madrid. El resto del material sanitario donado por el pontífice se repartirá entre la ciudad de Suceava, en Rumanía, donde llegarán cinco respiradores y un hospital de Lecce, región de Apulia sur de Italia, donde llegarán dos.

domingo, 26 de abril de 2020

Homenaje a los capellanes





Tengamos en cuenta la silenciosa muerte de los capellanes de hospital; más de 130 sacerdotes infectados y 20 fallecidos por Covid-19, a los que nunca nadie nombra, invisibles como los sanitarios, dando consuelo y cariño a los enfermos y moribundos hasta el final. Ellos también están en primera línea y dan su vida por cada uno de nosotros,  y ni salen en los telediarios ni dan ruedas de prensa.  No sólo de respiradores vive el hombre...


 




sábado, 25 de abril de 2020

Evangelio y comentario

Fuente: ALFA Y OMEGA

III Domingo de Pascua (ciclo A)
La decepción convertida en alegría

Son varias las notas que distinguimos en los relatos de las apariciones del Señor a sus discípulos tras la Resurrección. Dos de ellas destacan especialmente: la dificultad para reconocer al Señor y la tristeza o miedo que sufren quienes saben que pocos días antes ha sido crucificado Jesús. Así pues, el paso de la tristeza a la alegría o de la decepción a la esperanza es palpable en quienes han tenido la suerte de vivir ese especial encuentro con el Maestro. Pero sería incompleta una visión del Evangelio de san Juan sin ver qué unifica la experiencia de quienes se topan con el Señor, ahora resucitado. Estaríamos equivocados si pensáramos que Juan dedica parte de su Evangelio solo a recordar a través de diferentes episodios cómo los discípulos adivinan quién les habla. Los relatos de las apariciones van más allá de meros descubrimientos o de cambios en el estado de ánimo. Se trata de auténticos encuentros que provocarán una verdadera conversión en el corazón de los discípulos. Ese cambio del corazón es lo que busca el Señor y el verdadero fruto de la acción de Dios en los hombres. La pregunta «¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» refleja a la perfección que alguien puede ser transformado por un encuentro. Por otro lado, estamos ante una experiencia y una reacción profundamente humana: cuando estamos a gusto con alguien, desearíamos que ese momento se prolongase indefinidamente. Lo que ocurre en este pasaje nos sirve para valorar la conversión como algo siempre positivo, puesto que no pocas veces corremos el riesgo de pensar que la conversión consiste más en un proceso de lucha y superación de nuestros pecados que en una experiencia de gozoso encuentro con quien nos quiere.

La Palabra como camino de conversión
El Evangelio sitúa a los dos discípulos en el trayecto entre Jerusalén y Emaús. El sentido del camino era el de la fuga, puesto que en Jerusalén había tenido lugar la muerte del Señor y allí vivía la comunidad de la que ahora Cleofás y su compañero de viaje se quieren despegar. Probablemente no existe en la Escritura un texto en el que se muestre un desengaño tan grande. Se dedican varias líneas a describir un fracaso, acentuado por una narración con formas verbales en pasado: lo que pudo ser y no fue. Sin embargo, a partir de ahí comienza algo nuevo. Precisamente, el lamento da pie a Jesús para explicar la Escritura. Y Jesús no recurre a pasajes que no tuvieran que ver con lo que planteaban sus amigos, sino que, en primer lugar, los escucha y luego, conectando con el relato de ellos, recurre a los pasajes de la Escritura pertinentes. Con ello se nos muestra que la Palabra de Dios tiene la virtud de abrirnos la mente para reconocer a Jesucristo en nuestra vida, su presencia y su cercanía. En tiempos en los que no es fácil participar en la celebración habitual de los sacramentos es necesario más que nunca reconocer el valor de la Palabra de Dios para que, a través de nuestro trato asiduo con ella, podamos decirle al Señor, como los discípulos de Emaús, «quédate con nosotros». Con esta expresión se plasma el deseo de recibir al Señor en nuestra vida. En un tiempo en el que la Iglesia ha querido subrayar el valor de la Palabra de Dios mediante un domingo dedicado a la Palabra de Dios, las circunstancias dolorosas que vivimos pueden servirnos para recurrir más a la Escritura y reavivar en nosotros el deseo de la participación plena en los sacramentos, cuando sea posible. El pasaje concluye con el retorno a Jerusalén, al seno de la comunidad. La vuelta a la Iglesia y el deseo de comunicar a los demás lo que nos ha sucedido son los dos indicadores de la sinceridad de nuestra conversión.

  Daniel A. Escobar Portillo
 Delegado episcopal de Liturgia de Madrid




Evangelio

Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos 60 estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días». Él les dijo :«¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron».

Entonces Él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».

Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y Él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.




Lucas 24, 13-35





viernes, 24 de abril de 2020

Formación cofrade: ¿Sabes qué es el ABACÁ?


El Diccionario cofradiero de Juan Carrero Rodríguez lo define como “Cinturón realizado con el filamento de esa planta o de pita. Lo llevan los nazarenos que van con túnica de cola en algunas cofradías que lo tienen estipulado así en el atuendo de su túnica, sujeto por unas correas con hebillas; su anchura es de unos 12 a 25 cm., pudiendo ir en su color natural o teñido de color amarillo. En la parte media de los laterales, lleva una presilla de cuerda del mismo material, para acoger el cirio cuando se pone en alto o la cola de la túnica”.

Como curiosidad, en nuestra cofradía el cinturón de nuestro hábito nazareno es de este material, en su color natural,  con un ancho, por Regla, de 20 cm. En otras Hermandades también puede ir teñido de rojo, como es el caso de la jerezana Hermandad del Amor. Algunos esparteros llaman a este material cordelillo o sisal para diferenciarlo del esparto, mientras que a la presilla a la que alude el Diccionario Cofradiero se le podría llamar también cerero.

Cinturón de abacá


Plantaciones de abacá




martes, 21 de abril de 2020

UN PLAN PARA RESUCITAR


Una meditación del Papa Francisco


(El Papa eligió para publicar esta meditación la revista española “Vida Nueva”, que lo ha publicado en su último número).

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 10). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya cómo arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.
Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en mar-cha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sa-
cerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entre-gar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situa-ción. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.
Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, don-de las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte.
Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pa-sión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escu-charán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos de proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”.
Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anti-cuerpos de la solidaridad”.
Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de herma-nos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gen. 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y cari-dad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado. Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”.
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo”.
Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita con-templar la realidad doliente con una mirada renovadora. Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente. Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débil-mente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumar-nos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).
En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”. Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de herma-nos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silencia-do.
Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”.
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.


domingo, 19 de abril de 2020

Entrevista al Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino




Fuente: INFOVATICANA 

Mientras el mundo entero está siendo contagiado por el coronavirus, el cardenal Robert Sarah, confinado en el Vaticano, analiza las causas de esta crisis absolutamente inédita.


¿Qué le inspira la crisis del coronavirus?
Este virus ha actuado como un indicador. En pocas semanas, la gran quimera de un mundo materialista que se creía todopoderoso parece haberse hundido. Hace unos días, los políticos nos hablaban de crecimiento, pensiones, reducción del paro. Se sentían seguros de sí mismos. Y he aquí que un virus, un virus microscópico, ha puesto de rodillas a este mundo ufano, que se contemplaba a sí mismo ebrio de autosatisfacción porque se creía invulnerable. La crisis actual es una parábola, que nos revela cuán inconsistente, frágil y vacío es todo lo que nos hacían creer. Nos decían: ¡podéis consumir de manera ilimitada! Pero la economía se ha hundido y las bolsas caen en picado. Hay fracasos por doquier. Nos prometían llevar más allá de los límites la naturaleza humana por medio de una ciencia triunfalista. Nos hablaban de vientres de alquiler, procreación asistida, transhumanismo, humanidad potenciada. Nos vanagloriábamos de un hombre de síntesis y una humanidad que las biotecnologías convertirían en invencible e inmortal. Y, en cambio, henos aquí, enloquecidos, confinados por un virus del que nos sabemos casi nada. El término epidemia había sido superado, era un término medieval. De repente, se ha convertido en nuestra cotidianidad.
Creo que esta epidemia ha dispersado el humo de la quimera. El hombre autodenominado todopoderoso aparece en su cruda realidad. Aquí está, desnudo. Su debilidad y su vulnerabilidad son patentes. El hecho de estar confinados en casa nos permitirá, espero, volver de nuevo a lo esencial, redescubrir la importancia de nuestra relación con Dios y, por ende, de la centralidad de la oración en la existencia humana. Y, con la conciencia de nuestra fragilidad, en confiar en Dios y su misericordia paterna.

¿Es una crisis de civilización?
He repetido a menudo, especialmente en mi último libro, Se hace tarde y anochece, que el gran error del hombre moderno es su rechazo a la dependencia. El hombre moderno se concibe a sí mismo como un individuo radicalmente independiente. No quiere depender de las leyes de la naturaleza. Se niega a depender de los demás comprometiéndose a vínculos definitivos como el matrimonio. Considera una humillación depender de Dios. Se concibe sin deber nada a nadie. Negarse a pertenecer a una red de dependencia, herencia y filiación nos condena a entrar desnudos en la jungla de la competitividad de una economía abandonada a sí misma.
Sin embargo, todo esto no es más que una quimera. La experiencia del confinamiento ha permitido que muchos redescubran que dependemos real y concretamente los unos de los otros. Cuando todo se desmorona, solo quedan los vínculos del matrimonio, la familia y la amistad. Hemos descubierto de nuevo que somos miembros de una nación y, como tales, estamos unidos por lazos invisibles pero reales. Y, sobre todo, hemos redescubierto que dependemos de Dios.

¿Hablaría usted de crisis espiritual?
¿Ha observado usted la ola de silencio que se ha extendido sobre Europa? Bruscamente, en pocas horas, inclusos nuestras ciudades llenas de bullicio se han calmado. Nuestras calles, llenas de gente y coches, están desiertas, silenciosas. Muchos se han encontrado solos, en silencio, en pisos que se han transformado en eremitorios o celdas monacales.
¡Qué paradoja! Se ha necesitado un virus para callarnos. Y, de repente, hemos tomado conciencia de que nuestra vida era frágil. Nos hemos dado cuenta de que la muerte no era algo lejano. Hemos abierto los ojos. Lo que nos preocupaba: economía, vacaciones, polémicas mediáticas, ha pasado a un inútil segundo plano. Es imposible no plantearse la cuestión de la vida eterna cuando cada día nos informan del número de contagiados y fallecidos. Hay quien entra en pánico, lleno de temor. Otros rechazan las evidencias y se dicen: es un mal momento que hay que pasar, todo volverá a ser como antes.
¿Y si, de manera sencilla, en este silencio, en esta soledad, este confinamiento, osáramos rezar? ¿Si osáramos transformar nuestra familia y nuestro hogar en iglesia doméstica? Una iglesia es un lugar sagrado que nos recuerda que, en este hogar de oración, hay que vivirlo todo intentando orientar todas las cosas y todas las decisiones hacia la gloria de Dios. ¿Y si, simplemente, osáramos aceptar nuestra finitud, nuestros límites, nuestra debilidad de criaturas? Me atrevo a invitar a todos a dirigirse a Dios, hacia el Creador, el Salvador. Dado que la muerte está presente de manera tan masiva, invito a todos a plantearse la pregunta: ¿la muerte es realmente el final de todo? ¿O es un pasaje, ciertamente doloroso, pero que desemboca en la vida? Por esto, Cristo resucitado es nuestra gran esperanza. Dirijamos nuestra mirada hacia Él. Acerquémonos a Él, que es la Resurrección y la Vida. Quien cree en Él, aunque muera, vivirá; y quien viva y crea en Él no morirá nunca (cf. Jn 11, 25-26). ¿Acaso no somos como Job? Sin nada, con las manos vacías y el corazón inquieto, ¿qué nos queda? La cólera contra Dios es absurda. Nos queda la adoración, la confianza y la contemplación del misterio.
Si nos negamos a creer que somos el resultado de un deseo amoroso de Dios todopoderoso, entonces todo esto será muy duro, y no tendrá sentido. ¿Cómo vivir en un mundo en el que un virus ataca por azar y abate a los inocentes? Solo hay una respuesta: la certeza de que Dios es amor y que no es indiferente a nuestro sufrimiento. Nuestra vulnerabilidad abre nuestro corazón a Dios e inclina a Dios a ser misericordioso con nosotros.
Creo que ha llegado el momento de atreverse a decir estas palabras de fe. El tiempo del falso pudor y de las dudas pusilánimes ha terminado. El mundo espera de la Iglesia una palabra fuerte, la única palabra que da esperanza y confianza, la palabra de la fe en Dios, la palabra que Jesús nos ha confiado.

¿Qué tienen que hacer los sacerdotes en esta situación?
El papa ha sido claro. Los sacerdotes deben hacer todo lo que puedan para permanecer cerca de sus fieles. Deben hacer todo lo que esté en su poder para asistir a los moribundos, sin dificultar la labor del personal sanitario y las autoridades civiles. Nadie tiene el derecho de privar a un enfermo o a un moribundo de la asistencia espiritual de un sacerdote. Es un derecho absoluto e inalienable. En Italia, el clero ha pagado un alto precio. Setenta y cinco sacerdotes han muerto asistiendo a los enfermos.
Creo también que numerosos sacerdotes han redescubierto su vocación a la oración y a la intercesión en nombre de todo el pueblo. El sacerdote está hecho para estar constantemente ante Dios, para adorarlo, glorificarlo y servirlo. Así, en los países confinados, los sacerdotes se encuentran en la situación introducida por Benedicto XVI. Aprenden a pasar sus jornadas en oración, en soledad y en silencio, que ofrecen por la salvación de los hombres. Si físicamente no pueden sostener la mano de cada moribundo como ellos desearían, descubren que, en la adoración, pueden interceder por cada persona. Me gustaría que los enfermos, las personas solas y las personas en dificultad sintieran esta presencia sacerdotal misteriosa. En estos días terribles, nadie está solo, nadie es abandonado. El Buen Pastor vela cerca de cada uno. En nombre de cada uno, la Iglesia vela e intercede como una madre. Los sacerdotes redescubren su paternidad espiritual a través de la oración continua. Redescubren su identidad profunda: no son animadores de reuniones o de comunidades, sino hombres de Dios, hombres de oración, adoradores de la Majestad de Dios, hombres contemplativos.
A veces, a causa del confinamiento, celebran la misa en soledad. Entonces es cuando pueden medir la grandeza inmensa del sacrificio eucarístico, que no necesita una asistencia numerosa para dar fruto. Por la misa, el sacerdote llega al mundo entero. Como Moisés y Jesús mismo, los sacerdotes redescubren la potencia de su intercesión, su función de mediadores entre Dios y los hombres. Ciertamente, cuando celebran la eucaristía ya no tienen al pueblo de Dios ante ellos. Entonces, que dirijan su mirada hacia Oriente. Porque «desde Oriente viene la propiciación. Es de allí de donde viene el hombre cuyo nombre es Oriente, que se ha convertido en mediador entre Dios y los hombres. Por ello, estáis invitados a mirar para siempre hacia oriente, donde surge para vosotros el Sol de la justicia, donde la luz siempre surgirá para vosotros», dice Orígenes en una homilía sobre el Levítico. Tendremos que recordar todo esto cuando acabe la crisis, para no volver a caer en una inquietud vana.

¿Y los fieles?
Los cristianos experimentan de manera muy concreta la comunión de los santos, ese vínculo misterioso que une a todos los bautizados en la oración silenciosa y el cara a cara con Dios. Es importante redescubrir cuán preciosa puede ser la costumbre de leer la Palabra de Dios, de recitar el rosario en familia o de consagrar tiempo a Dios, en una actitud de entrega de uno mismo, de escucha y adoración silenciosa. Habitualmente, valoramos la utilidad de una persona con relación a su capacidad de influencia, de acción, es decir, de agitación. De repente, todos estamos al mismo nivel. Desearíamos ser útiles, servir para algo. Pero lo único que podemos hacer es rezar, animarnos mútuamente, apoyarnos los unos a los otros. Ha llegado el momento de redescubrir la oración personal y de volver a escuchar a Jesús diciéndonos: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará» (Mt 6, 6). Ha llegado el momento de redescubrir la oración en familia, de que los padres aprendan a bendecir a sus hijos. Los cristianos, privados de la eucaristía, se dan cuenta de la gracia que era la comunión para ellos. Los animo a poner en práctica la adoración en sus casas, porque no hay vida cristiana sin vida sacramental. El Señor está presente en nuestras ciudades y pueblos. A veces, también se les pide a los cristianos ser heroicos: cuando los hospitales piden voluntarios, cuando hay que ocuparse de personas solas o que viven en la calle.

¿Qué es lo que debe cambiar?
Algunos dicen que nada volverá a ser como antes. Lo espero. Sin embargo, temo que, si el hombre no vuelve con todo su corazón a Dios, todo volverá a ser como antes y el camino del hombre hacia el abismo será ineludible.
Nos damos cuenta de cómo el consumismo mundial ha aislado a los individuos, convirtiéndolos en consumidores abandonados a la jungla del mercado y la finanza. La globalización, promesa de felicidad, ha revelado ser un engaño. En los tiempos de prueba, las naciones y las familias se unen. Y las coaliciones de interés se dispersan. La crisis actual demuestra que una sociedad no puede estar basada en los vínculos económicos. Tomamos conciencia de nuevo de ser una nación, con sus fronteras, que podemos abrir o cerrar para la defensa, la protección y la seguridad de nuestra población. En el fundamento de la vida de la ciudad, encontramos vínculos que nos preceden: los de la familia y la solidaridad nacional. Es hermoso verlos resurgir de nuevo. Es hermoso ver a los más jóvenes ocuparse de los ancianos. Hace unos meses se hablaba de eutanasia y había quienes querían deshacerse de los enfermos graves o de los discapacitados. Hoy en día, las naciones se movilizan para proteger a los ancianos. Vemos resurgir en los corazones el espíritu del don de sí mismo y del sacrificio. Tenemos la impresión de que la presión mediática nos había obligado a ocultar lo mejor de nosotros mismos. Nos habían enseñado a admirar a los “vencedores”, a los “lobos”, a los que llegan a la cima eliminado a quienes obstaculizan su camino. Y he aquí que, repentinamente, admiramos y aplaudimos con respeto y gratitud a los cuidadores, el personal sanitario, los médicos, los voluntarios y los héroes de lo cotidiano. De improviso, nos atrevemos a aclamar a los que sirven a los más débiles. Nuestro tiempo tenía sed de héroes y santos, pero la ocultaba avergonzado.
¿Seremos capaces de conservar esta escala de valores? ¿Seremos capaces de refundar nuestras ciudades sobre otra cosa que no sea el crecimiento, el consumo y el anhelo de dinero? Creo que seríamos culpables si, cuando salgamos de esta crisis, cayéramos en los mismos errores. Esta crisis demuestra que la cuestión de Dios no es solo una cuestión de convicción privada, sino que interroga los fundamentos de nuestra civilización.

La última vez que usted ha tomado la palabra fue con ocasión de la salida de su libro, escrito con la participación de Benedicto XVI. ¿Qué opinión tiene sobre ese periodo agitado?
Me impresionó mucho la violencia y las calumnias groseras que se desencadenaron tras la salida del libro Desde la profundidad de nuestros corazones. Con Benedicto XVI quisimos abrir un debate de fondo, una reflexión serena, objetiva y teológica sobre el sacerdocio y el celibato, apoyándonos en la Revelación y los datos históricos, y nos encontramos cara a cara con acusaciones llenas de odio, falaces y difamadoras. Se ha intentado manchar la reputación de las personas. Se intentó descalificarnos haciéndonos pasar por naífs, víctimas de una manipulación editorial. Leí muchas invectivas e injurias, pero poca reflexión teológica y pastoral y, sobre todo, vi un comportamiento cristiano escaso.
Sin embargo, con Benedicto XVI hacíamos propuestas audaces de reforma del modo de vida de los sacerdotes. Nadie ha respondido ni comentado a las que, creo, son las páginas más importantes de nuestra reflexión, las que atañen a la renuncia necesaria a los bienes materiales por parte de los sacerdotes, las que llaman a una reforma basada en la búsqueda de santidad y la vida de oración por parte de los sacerdotes, las que invitan a «mantenerse delante de Ti y a servirTe». El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante, que se mantiene firme. A todo esto, se añade la necesidad de servir a Dios y a los hombres. Nuestro libro es espiritual, teológico y pastoral, pero los medios y unos cuantos autoproclamados expertos lo han convertido en una lectura política y dialéctica. Ahora que las polémicas estériles se han disipado, ¿podríamos leerlo de verdad? ¿Podríamos discutir pacíficamente?
Por supuesto, he sufrido mucho en ese periodo, me han afectado mucho los ataques contra Benedicto XVI. Pero en el fondo, lo que más me ha herido ha sido constatar hasta qué punto el odio, la sospecha y la división han penetrado en la Iglesia sobre una cuestión tan fundamental y capital para la supervivencia del cristianismo: el celibato sacerdotal.

El gran ausente a las reacciones ha sido Benedicto XVI. ¿Sabe cómo se ha sentido durante ese periodo?
Profundamente apenado. Sin embargo, ha asumido su sufrimiento, en el silencio, en la oración y el ofrecimiento de él mismo para la santificación de la Iglesia.

En su exhortación postsinodal, el papa Francisco ni siquiera ha abordado la cuestión del celibato de los sacerdotes. ¿Está usted satisfecho?
El papa Francisco ha sido fiel a sí mismo y a los tesoros de la Iglesia. Mucho antes de que tuviera lugar el sínodo sobre la Amazonia había afirmado: «Prefiero dar mi vida que cambiar la ley del celibato». Con Benedicto XVI hemos escrito este libro sin saber si la exhortación apostólica se publicaría antes o después. Nuestra reflexión ha querido ser autónoma, sin ningún vínculo con las conclusiones del sínodo. La hemos escrito en un espíritu de profunda obediencia filial al Santo Padre. Nuestro deseo era cumplir con nuestro deber de obispos: aportar al papa y a nuestros hermanos en el episcopado una reflexión tranquila y madura, en la oración. En cuanto salió de la imprenta hice entrega de este libro al Santo Padre. Nuestro deseo era apoyar a los sacerdotes quebrantados y heridos por el cuestionamiento del sacerdocio. Todos los días recibo testimonios sorprendentes de sacerdotes y obispos que me dicen cuánto les han consolados esas líneas, que les llevan a los fundamentos de su vida sacerdotal entregada por la Iglesia.

¿Diría usted, entonces, que algunos han tenido la tentación de utilizar la Amazonia como pretexto para hacer reivindicaciones ideológicas?
Al día siguiente de la publicación de la exhortación apostólicaQuerida Amazonia del papa Francisco, algunos prelados manifestaron su decepción y su desprecio. No estaban preocupados por los pueblos de la Amazonia, sino decepcionados porque la Iglesia, según ellos, debería haber aprovechado dicha ocasión para ponerse al mismo nivel que el mundo moderno. En ese momento vimos que la cuestión del Amazonas había sido instrumentalizada. Se había utilizado las dificultades de los pobres para promover proyectos ideológicos. Tengo que confesar que ver tal cinismo me entristece profundamente. En lugar de trabajar para hacer descubrir a los pueblos de la Amazonia la hondura y la riqueza únicas de la persona de Jesucristo y de su mensaje de salvación, lo que se quería era “amazonizar” a Jesucristo adhiriéndole a las creencias y prácticas de los indígenas del Amazonas, proponiéndoles un sacerdote a escala humana adaptado a su situación. Los pueblos de la Amazonia, como los de África, necesitan un Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles», verdadero Dios y verdadero hombre, que ha venido para salvar a los hombres marcados por el pecado, dándoles la Vida y reconciliándolos entre ellos y con Dios, haciendo la paz por la sangre de su Cruz. Él viene a salvar a cada hombre profundamente marcado por el pecado.

¿Cómo analizar la tendencia a oponerse a las corrientes, es decir, a otros hombres, en el seno de la Iglesia? Cuando salió el libro, hubo quien incluso dijo que era una “guerra de papas”…
Me apena y entristece. Esta enfermedad que consiste en reducir a la Iglesia a un campo de batalla político acaba extendiéndose a los fieles y al clero mismo. En los medios de comunicación y las redes sociales, cada uno comenta, juzga y, a veces, condena o insulta. Esta actitud está causada por un enfoque naturalista. Muchos no ven que la Iglesia es, ante todo, un misterio. Es la continuación en la tierra de la presencia de Cristo. La Iglesia debe ser el lugar de la caridad, de la comunión y de la unidad en la fe. Si no encontramos de nuevo un poco de bondad, Cristo no estará en medio de nosotros y la Iglesia será infecunda. Si el odio, la sospecha y el resentimiento se filtran entre nosotros, moriremos. ¿Cómo podemos ser creíbles si entre nosotros no hay un mínimo de caridad? ¿Cómo podemos ser creíbles si no sabemos pedirnos mutuamente perdón?

La Iglesia es una, pero los fieles ven que hay tendencias distintas, incluso opuestas; ven que hay puntos de desacuerdo entre los hombres de Iglesia. ¿Comprende usted su inquietud potencial?
La unidad de la Iglesia está basada, ante todo, en la oración. Si no rezamos juntos, siempre estaremos divididos. Me gustaría que los sínodos fueran, más que nada, tiempos de oración común y no un campo de batalla ideológico o político. Me gustaría que la vida de la curia romana estuviera marcada, sobre todo, por una vida común de oración y adoración. Me gustaría que la vida de toda la Iglesia fuera, ante todo, una vida de oración común. Estoy convencido de que la oración es nuestro primer deber como sacerdotes. De la oración nacerá la unidad. De la oración surge la verdad.
La unidad de los católicos no es un simple afecto sentimental, sino que se funda sobre lo que tenemos en común: la Revelación que Cristo nos ha dejado. Si cada uno depende de su opinión, su novedad, entonces la división se extenderá por doquier. El origen de nuestra unidad nos precede. La fe es una, es ella la que nos une. El verdadero enemigo de la unidad es la herejía. Me asombra constatar que el subjetivismo enloquece los debates. Si creemos en la verdad podemos buscarla juntos, podemos incluso tener debates francos entre teólogos y nuestros corazones permanecerán apaciguados. Sabemos que al final la verdad surgirá. Al contrario, cuando cuestionamos la objetividad intangible de la fe, entonces todo se transforma en rivalidad entre las personas y en luchas de poder. La dictadura del relativismo, al destruir la confianza pacífica en la verdad revelada, impide un clima de serena caridad entre los hombres.

Tomemos el ejemplo de la ordenación de hombres casados. Dos tercios de los obispos del sínodo la reclaman para la Amazonia. El papa Benedicto XVI y usted la temen…
No debemos tener miedo. La Iglesia es como la barca de los apóstoles descrita en el Evangelio: a menudo en medio de la tempestad, a veces al borde del naufragio, pero nunca hundida. Cristo está en la barca con nosotros, aunque parezca que esté dormido. Deseo pedir a los cristianos que permanezcan tranquilos y confiados. La fe no cambia, los sacramentos no cambian. Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. La vida divina se transmite a pesar de nuestros errores y pecados. Los sacerdotes a veces discuten. Dios es más poderoso que nuestras mezquindades humanas. Si cada uno defiende su opinión, su novedad, su manera de inculturar la Revelación y los tesoros de la Tradición de la Iglesia, entonces la división se extenderá por todas partes y la división se instalará entre los fieles. Le debemos al pueblo cristiano una enseñanza clara, firme y estable. ¿Cómo aceptar que las conferencias episcopales se contradigan? ¡Allí donde reine la confusión, Dios no puede habitar!
La unidad de la fe supone la unidad del magisterio en el espacio y el tiempo. Cuando se nos da una enseñanza nueva, siempre debe ser interpretada en continuidad con la enseñanza anterior. Si introducimos rupturas y revoluciones, rompemos la unidad que ha guiado a la Santa Iglesia a través de los siglos. Esto no significa que estemos condenados al fijismo. Sin embargo, toda evolución debe ser una comprensión mejor y una profundización del pasado. La hermenéutica de la reforma en la continuidad que Benedicto XVI ha enseñado tan claramente es una condición sine qua non de la unidad.
Los que anuncian con gran estruendo el cambio y la ruptura no buscan el bien del rebaño. Nuestra unidad se forjará alrededor de la verdad de la doctrina católica. No hay otros medios. ¿Acaso hay otro regalo más maravilloso que se pueda ofrecer a la humanidad que no sea la verdad del Evangelio, y un sacerdocio como el que vivieron Cristo y los apóstoles?

¿Qué opina del proceso sinodal en curso en Alemania? Algunos cardenales han denunciado el riesgo de “protestantización” de la Iglesia alemana. ¿Qué opina usted?
Lo que está pasando en Alemania es terrible. Da la impresión de que las verdades de la fe y los mandamientos del Evangelio van a ser votados. ¿Con qué derechos podemos decidir renunciar a una parte de la enseñanza de Cristo? Sé que muchos católicos alemanes sufren por esta situación. Como ha dicho frecuentemente Benedicto XVI, la Iglesia alemana es demasiado rica. Con el dinero sentimos la tentación de hacerlo todo: cambiar la Revelación, crear otro magisterio, una Iglesia que ya no es una, santa, católica y apostólica, sino alemana. El riesgo para ella es creerse una institución del mundo. ¿Cómo no acabar, entonces, pensando como el mundo? Me gustaría invitar a mis hermanos alemanes a hacer la experiencia de la pobreza, a renunciar a las subvenciones del Estado. Una Iglesia pobre no tendrá miedo de la radicalidad del Evangelio. Creo que, a menudo, nuestro vínculo con el dinero o el poder secular nos convierte en timoratos o cobardes a la hora de anunciar la buena nueva. Detrás de este combate se plantea la cuestión de la naturaleza sobrenatural de la fe. Ser cristiano no es solo un complemento espiritual a una vida secular, un aspecto del desarrollo personal del que son amantes los hombres contemporáneos estresados. Ser cristiano es dejar que Dios mismo haga irrupción en nuestra vida y nos cambie. No mercadeamos con el conjunto de creencias y prácticas espirituales. Recibimos íntegra y totalmente el acontecimiento sobrenatural de la Revelación divina, que se impone a nosotros, que transforma nuestras vidas.

Respecto a las cuestiones internas de la Iglesia, existe hoy en día una serie de debates. El papa Francisco ha declarado que no tiene miedo a un cisma. ¿Usted tampoco? ¿Cómo conseguir la unidad?
La unidad solo es posible si se da prioridad a la oración y la adoración. Juntos aprenderemos la fidelidad total a la doctrina católica vivida en la caridad más grande.

La Iglesia está sacudida por todas partes. Desde batallas internas a la pedofilia, pasando por su aparente inadecuación al mundo moderno… ¿Qué está pasando?
Vivimos una crisis profunda. Pero esta crisis es, primero de todo, una crisis de fe y una profunda crisis del sacerdocio. Los crímenes abominables cometidos por sacerdotes son el síntoma más aterrador. Cuando Dios no está en el centro, cuando la fe no determina la acción, cuando ya no es lo que nos guía, cuando ya no irriga la vida de los hombres, entonces delitos como esos son posibles. Como dice Benedicto XVI: «¿Por qué la pedofilia ha alcanzado tal proporción? En el fondo, la razón es la ausencia de Dios». Efectivamente, hemos formado a sacerdotes sin enseñarles que el único pilar de su vida es Dios, sin hacerles experimentar que su vida solo tiene sentido a través de Dios y por Dios. Privados de Dios, solo les ha quedado el poder. Algunos se han hundido en la lógica diabólica del abuso de autoridad y los crímenes sexuales. Si un sacerdote no hace experiencia a diario de que no es más que un instrumento, entonces corre el riesgo de embriagarse con una sensación de poder. Si la vida de un sacerdote no es una vida consagrada, entonces corre el gran riesgo de engañarse y de desviarse.
El rostro de la Iglesia ha sido mancillado por el pecado de sus hijos. Pero hoy aparece de nuevo el verdadero rostro de la Iglesia: resplandece en esos sacerdotes valientes que asisten a los moribundos poniendo en peligro sus vidas, en esos sacerdotes que llevan a su pueblo en la oración silenciosa e íntima.
Los cristianos se han debilitado por su falta de fe. Algunos cristianos parece que quieren privarse de esta luz. Se obligan a mirar al mundo con ojos secularizados. ¿Por qué? ¿Es un deseo de ser aceptados por el mundo? ¿Un deseo de ser como todo el mundo?
Me pregunto si, en el fondo, esta actitud no esconde simplemente el miedo que nos causa el negarnos a escuchar lo que Jesús mismo nos dijo: «Vosotros sois la sal de la tierra. […] Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). ¡Qué responsabilidad! ¡Qué carga! Renunciar a ser la sal de la tierra es condenar al mundo a permanecer soso y sin gusto; renunciar a ser la luz del mundo es condenarlo a la oscuridad. ¡No somos nosotros los que tenemos que resolverlo!

¿Qué hay que hacer?
Muchos cristianos sienten repugnancia a testimoniar la fe o a llevar la luz al mundo. Nuestra fe es tibia, como un recuerdo que, poco a poco, se difumina. Se convierte en una bruma fría. Y entonces ya no nos atrevemos a afirmar que ella es la única luz del mundo. Y, sin embargo, no tenemos que ser testimonios de nosotros mismos, sino que testimoniamos a Dios que ha venido a nuestro encuentro y se ha revelado.
¡Ha llegado el momento de arrancar a los cristianos del relativismo, ambiente que anestesia sus corazones y adormece el amor! A nuestra apatía ante las desviaciones doctrinales se añade la tibieza que se ha instalado entre nosotros. No es extraño ver errores graves en la enseñanza de las universidades católicas, o en las publicaciones oficialmente cristianas. ¡Nadie reacciona! Estemos atentos, un día los fieles nos pedirán cuentas. Nos acusarán ante Dios de haberles entregado a los lobos y haber desertado nuestra tarea de pastores que defienden a sus rebaños.
Nuestra fe condiciona nuestro amor hacia Dios. Defender la fe es defender a los más débiles, los más humildes, permitiendo que amen a Dios de verdad. Está en juego la salvación de las almas, de las nuestras y de las de nuestros hermanos. El día en que ya no ardamos de amor por nuestra fe, el mundo morirá de frío puesto que estará privado de su bien más precioso.
¿Quién se alza hoy en día para anunciar a las ciudades de Occidente la fe que están esperando? ¿Quién se alza para anunciar el Evangelio a los musulmanes? Buscan la fe sin saberlo. Se convierten al islam porque Occidente les ofrece, como única religión, la sociedad de consumo. ¡No podemos llamarnos creyentes y vivir, en práctica, como ateos!

Usted está en el corazón de la Iglesia y de su centro de toma de decisiones, el Vaticano. ¿Qué opina sobre la Iglesia, hoy?
El centro de la Iglesia no es la administración vaticana. El centro de la Iglesia está en el corazón de cada hombre que cree en Jesucristo, que reza y adora. El centro de la Iglesia está en el corazón de los monasterios. El centro de la Iglesia está, sobre todo, en cada tabernáculo porque Jesús está presente. No podemos juzgar a la Iglesia con criterios mundanos. Las encuestas no tienen nada que ver con ella. La Iglesia no está para influir en el mundo. La Iglesia repite las palabras de Jesús: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37). Los cristianos siempre serán indignos de esta misión, pero la Iglesia siempre estará allí para testimoniar a Cristo.

Publicado por Charlotte d’Ornellas en Valeurs Actuels.
Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana.