Domingo 24º del tiempo ordinario
Jesús
y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino
preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le
contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías y otros, uno de los profetas».
Él les pregunto: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Pedro le contestó: «Tú eres
el Mesías».
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a
instruirles: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser
condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y
resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro
se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los
discípulos increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como
los hombres, no como Dios!».
Después llamó a la gente y a sus discípulos y les
dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que
pierda su vida por el Evangelio, la salvará»
Comentario: Rvdo. P. D.
Antonio Carol Hostench
Hoy día nos encontramos con
situaciones similares a la descrita en este pasaje evangélico. Si ahora mismo,
Dios nos preguntara «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27),
tendríamos que informarle acerca de todo tipo de respuestas, incluso
pintorescas. Bastaría con echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los
más variados medios de comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte
siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y nos
quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de los que te
conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por
Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc
8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una
pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo
declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70).
Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo
de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aún: todos los bautizados
tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el
mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la
Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se
siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su
Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo
del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la
Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de
los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo
y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y
sígame» (Mc 8,34).