Domingo 23º del tiempo
ordinario
Dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón,
camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo
que, además, apenas podía hablar y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado le metió los
dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo,
suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron
los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto
más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del
asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los
mudos».
Comentario del Rvdo. P. D.
Fernando Miguens Dedyn
Hoy,
la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un hombre «sordo
que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en muchas otras ocasiones
(el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén, etc.), el Señor acompaña el
milagro con una serie de gestos externos. Los Padres de la Iglesia ven
resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad de Cristo en
sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección: por un lado,
el “abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de
sus dedos, la profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado,
el intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la conversión del
corazón.
En efecto, las curaciones
de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el
dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura
con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en
último término, una verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo
la reacción agradecida de los receptores del don divino es la de proclamar la
misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo
publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura
su misericordia y se llenan de una profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros
es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la
certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la
generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este
descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia
intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino
descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es
preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una
verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.