XII
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
«¡Hasta
el viento y el mar le obedecen!»
A menudo nos encontramos con situaciones en
nuestra vida en las que podemos experimentar gran paz y tranquilidad; en otros
momentos, en cambio, parece que todo se nos tambalea y podemos sentirnos
confusos o preocupados ante determinadas circunstancias que nos cuestionan
nuestro horizonte vital. Si la semana pasada san Marcos nos animaba a tener
confianza ante la llegada del Reino de Dios como una realidad que, aunque
visible y poco aparente, tiene gran fuerza por tratarse de una semilla plantada
por el mismo Creador, este domingo el evangelista nos sitúa ya ante acciones
concretas de Jesús. A través de una descripción que nos hace casi palpar y ver
las imágenes de lugar, vemos, de una parte, una situación externa, dominada por
la tormenta y el vaivén de la barca por las olas, al mismo tiempo que un miedo
subjetivo ante los posibles efectos de este intenso fenómeno meteorológico. Sin
duda, el punto de inflexión de la narración lo constituyen las contundentes
palabras del Señor: «¡Silencio, enmudece!», tras las que de inmediato
desaparece el peligro objetivo y, por consiguiente, el miedo entre los
discípulos. Sin embargo, al igual que ocurre con otros ejemplos de portentos
realizados por Jesús, sería parcial comprender este pasaje como una simple
manifestación del poder del Cristo, Señor también de la creación. El milagro de
la tempestad calmada va a ser la oportunidad para que quienes albergan alguna
duda sobre la identidad del Señor, lo reconozcan como su Señor y su Dios. Si
nos centramos en cómo actúa Jesús en la barca, lo primero que percibimos es que
estaba durmiendo. De hecho, existe un contraste casi imposible entre la
tormenta, las olas rompiendo y las probables expresiones de miedo de sus
discípulos, por un lado, y el Señor plácidamente dormido sobre un cabezal. En
esta circunstancia, sin embargo, hay algo interesante: cuando uno piensa en ese
momento intuye ya que Jesús, incluso dormido, tenía dominada la tormenta y sabe
que nada les iba a pasar. Esa intuición la tendremos igualmente dentro de dos
domingos, cuando veamos al Señor siendo reclamado por Jairo, cuya hija estaba
extremadamente grave: aunque no conociéramos el milagro, el lector sabe con
anticipo que la niña no va morir de esta enfermedad.
Como el paso
del mar Rojo
Jesús
brilla como verdadero y único artífice del milagro. Si a ello sumamos que para
la cultura de la época el mar era sinónimo de lo incontrolable, de una fuerza
desmesurada, imposible de contener, o de un lugar habitado por seres
desconocidos y terribles, potencialmente amenazantes y, en cierto modo
diabólicos, el Señor muestra ahora un poder superior frente a las potencias del
mal. Job lo deja entrever también en la primera lectura de la Misa. Pero
todavía existe un episodio aún más memorable y paradigmático en el Antiguo
Testamento con respecto al señorío de Dios sobre las aguas: el paso del mar
Rojo. Allí fueron liberados de la esclavitud, en un anticipo de la salvación
definitiva que se realizaría siglos después por medio de Jesucristo. Desde
antiguo se ha asumido la imagen de la barca para referirla a la Iglesia,
metáfora que presenta a la misma en su faceta humana y de debilidad,
susceptible de ser tambaleada y agitada, pero que también, a la luz del
Evangelio de este domingo, podemos verla dirigida por el mismo Cristo. Nuestra
propia vida de fe está, asimismo, marcada por momentos en los que se alternan
la agitación y la incertidumbre, y por otros de mayor paz interior. Por eso los
cristianos de todos los tiempos estamos llamados a vivir la confianza y la fe
en la acción de Dios, aunque pensemos que, como en el Evangelio, está ausente,
dormido o indiferente con respecto a lo que nos aflige. Por último, este
episodio supone una llamada a la oración perseverante sin desanimarnos jamás y
sin pensar que podemos incordiar a un Dios que, sin que lo percibamos, está
siempre pendiente de nuestra vida.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus
discípulos: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en
barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte
tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él
estaba en la popa, dormido sobre su cabezal. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y
dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él
les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y
se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le
obedecen!».
Marcos 4, 35-40