Fuente: ALFA Y OMEGA
Solemnidad
del Corpus Christi (ciclo B)
«Esto
es mi Cuerpo»
Desde el inicio de la vida de la Iglesia, la
Eucaristía ha constituido la fuente y la cima de todos los sacramentos y de la
vida de la Iglesia. Varios pasajes del Nuevo Testamento atestiguan la
celebración dominical de lo que entonces se llamaba la cena del Señor o también
la fracción del pan, y más tarde comenzó a denominarse Eucaristía, término
griego que significa acción de gracias. Asimismo, desde muy pronto se sintió la
necesidad de que quienes no habían podido participar en esta celebración por
enfermedad pudieran recibir el Cuerpo de Cristo. Con el paso de los siglos la
Iglesia fue configurando el culto eucarístico fuera de la Misa, con la
finalidad de subrayar la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas
y fomentar la adoración. De este modo, el Corpus Christi se va a convertir a
partir del siglo XIII en el ejemplo más característico de devoción eucarística,
primero en Italia y más adelante en las regiones limítrofes. Se trata, por
tanto, de una fiesta con hondas raíces en España, que constituye la ocasión
para reflexionar sobre varias realidades vinculadas al el sacramento
eucarístico.
El Señor
camina con su pueblo
Con
seguridad la imagen más característica del día del Corpus es la de la procesión
eucarística acompañada con la máxima solemnidad por todo el pueblo, que sale a
la calle con la intención de adorar al Señor que pasa por nuestras calles. Sin
embargo, puede ser útil analizar este hecho desde el punto de vista contrario:
no somos nosotros los que acompañamos al Señor, sino que es Él el que camina en
medio de su pueblo. Ha tomado la iniciativa de salir y encontrarse con
nosotros. Nuestra salida a la calle para adorar al Señor no es sino la
respuesta a la iniciativa de Jesucristo de venir a nuestro encuentro. Esta
visión no es una opción más entre las posibles, sino que es la que nos ha sido
manifestada en la historia de la humanidad y revelada en la Escritura. Todo
pueblo se siente acompañado cuando está cerca de él quien lo guía y protege.
Por eso también en la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, observamos cómo
determinados personajes, como por ejemplo Moisés o David, están al frente de su
pueblo y este se siente protegido por ellos. Con todo, su presencia remite a
algo más: son la garantía y certeza de que Dios mismo camina en medio de su
pueblo, configurando su historia. Por eso, cuando ahora el Señor procesiona por
nuestras ciudades estamos tratando de expresar que Jesucristo está cerca de
nosotros y camina en medio de nosotros. Él no es alguien lejano o ajeno a
nuestros problemas y sufrimientos, sino que nos muestra cómo los ha tomado
consigo, puesto que a quien estamos contemplando es al mismo que ha sufrido y
entregado su vida por amor a nosotros. Ver la procesión, pues, es reconocer la
presencia real de Dios que se ha encarnado, ha padecido y, una vez resucitado,
sigue presente caminando con su pueblo.
«Mi sangre de
la alianza»
Con las
palabras «esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos», el
pasaje evangélico de este domingo constata que la presencia del Señor entre
nosotros está ligada a la alianza que ha sellado con nosotros. Jesús se refiere
al pacto ratificado entre Dios y el pueblo, en tiempos de Moisés, texto que
escuchamos en la primera lectura. Es iluminador conocer el significado de la
sangre para los judíos, ya que es utilizado en la práctica como sinónimo de
vida. Por ello, la sangre derramada sobre el pueblo expresa la unión vital
entre Dios e Israel y, en cierta medida, una misma vida compartida. Con el
derramamiento de la propia sangre, Jesús nos lleva a comprender que la alianza
del Sinaí, de carácter externo, era anticipo del pacto definitivo que Dios
sellaría con los hombres mediante el derramamiento de la sangre de Cristo. En
definitiva, la presencia del Señor entre nosotros significa que no bastan
nuestros esfuerzos humanos para conseguir la salvación. Solo Cristo, entregándose
y derramando su sangre por nosotros, y asumiendo nuestra debilidad, nos ha
salvado realmente. Y cuando salimos a la calle en este día estamos reconociendo
la salvación y al que nos ha salvado.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba
el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que
vayamos a prepararte la cena de Pascua?». Él envió a dos discípulos,
diciéndoles: «ld a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro
de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: “El Maestro
pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis
discípulos?”. Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, acondicionada y
dispuesta. Preparádnosla allí». Los discípulos se marcharon, llegaron a la
ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras
comían, tomó pan y pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
«Tomad, esto es mi Cuerpo». Después, tomó el cáliz, pronunció la acción de
gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la
alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber
del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios».
Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.
Marcos 14, 12-16.22-26