El 11 de octubre de 2012 se cumplen cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II y veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por el Beato Papa Juan Pablo II. Con esta doble conmemoración en mente, el Papa Benedicto XVI ha querido convocar un «Año de la fe» desde ese día hasta el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Cristo Rey.
Se trata de una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe, como lo fue, también, el Año que proclamara en 1967 el Papa Pablo VI. La promulgación de este «Año de la fe» es, pues, una llamada del Santo Padre a todos los cristianos a profundizar y afianzarse en la fe y a «hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó».
A continuación transcribimos la Carta Apostólica de S. S. Benedicto XVI.
CARTA
APOSTÓLICA
EN
FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA
FIDEI
DEL
SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
CON
LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
1.
«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para
nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón
se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone
emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a
Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida
eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu
Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad
–Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor
(cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de
los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el
misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que
guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del
Señor.
2.
Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la
exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez
más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la
homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su
conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para
rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la
amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en
plenitud»[1]. Sucede hoy
con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias
sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen
considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este
presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es
negado[2]. Mientras que
en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente
aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por
ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa
de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3.
No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también
el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para
escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de
su fuente (cf. Jn4, 14).
Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como
sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de
Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que
perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn6, 27).
La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para
nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús:
«La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por
tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A
la luz de todo esto, he decidido convocar un Año
de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de
octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica,
promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la
intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este
documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo
Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la
catequesis[4], realizándose
mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y
precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el
mes de octubre de 2012, sobre el tema de La
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena
ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial
reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está
llamada a celebrar un Año de
la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno
parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en
el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un
momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera
profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera
«individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y
franca»[5]. Pensaba que
de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe,
para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes
transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de
dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de
fe del Pueblo de Dios[7], para
testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el
patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados,
comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un
testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5.
En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia
y exigencia postconciliar»[8], consciente de
las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de
la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fecoincidiendo con el
cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión
propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres
conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su
valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean
conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio,
dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de
indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el
Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino
del siglo que comienza»[9]. Yo también
deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses
después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados
por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran
fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6.
La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por
la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos
están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el
Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen
gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha”
(Hb 7, 26), no conoció el
pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a
expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su
seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y
busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su
peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de
Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la
fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los
sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el
mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En
esta perspectiva, el Año de la
fe es una invitación a una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el
misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva
y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los
pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este
Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con
él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos
por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida
nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los
afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y
transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en
esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo
criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,
14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a
evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para
proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae
hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia
y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por
eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de
una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que
nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de
un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace
fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un
testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan
para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus
discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12].
El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera.
Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta
que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus
numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de
la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo
todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para
acceder a la «puerta de la fe».
Así,
la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer
la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que
se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8.
En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el
Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el
Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar
este Año de manera digna y fecunda. Habrá que
intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en
Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo
en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo.
Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras
familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y
transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades
religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales
antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9.
Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración
a confesar la fe con plenitud y renovada
convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para
intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo
particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la
Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14].
Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez
más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada[15],
y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo
creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No
por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a
aprender de memoria el Credo.
Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido
con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo
significado, cuando en unsermón sobre
la redditio symboli, la
entrega del Credo, dice:
«El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy
habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya
sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que
es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener
siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo
que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni
cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con
el corazón»[16].
10.
En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de
manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también
con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena
libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que
se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol
Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el
corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el
primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia
que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A
este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que
Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio
a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón
para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la
expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos
que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario
de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar
en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar
con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso
público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La
fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él»
nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente
porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo
que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia
esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe.
Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro
testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La
misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En
efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad
cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo
de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma elCatecismo de la
Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente
por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la
Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra
Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”,
“creemos”»[17].
Como
se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar
el propioasentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la
inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la
fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por
otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto
cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad
el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta
búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por
el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en
efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19].
Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en
el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no
buscaríamos si no hubiera ya venido[20].
La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11.
Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden
encontrar en el Catecismo de la
Iglesia Católica un
subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del
Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei
depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este
Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida
eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como
instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente
en este horizonte, el Año de
la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de
la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica. En
efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia
ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la
Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los
Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los
diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en
la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En
su misma estructura, el Catecismo de la
Iglesia Católica presenta
el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A
través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría,
sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe,
de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está
presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y
los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la
gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la
enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno
sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12.
Así, pues, el Catecismo de la
Iglesia Católica podrá
ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la
fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos,
tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la
Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios
competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a
los creyentes algunas indicaciones para vivir esteAño de la fe de la manera más eficaz y apropiada,
ayudándoles a creer y evangelizar.
En
efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes
que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito
de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la
Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera
ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos
distintos, tienden a la verdad[22].
13.
A lo largo de este Año,
será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el
misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo
primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han
ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del
testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y
constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del
Padre que sale al encuentro de todos.
Durante
este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa
nuestra fe» (Hb12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo
anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del
sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la
victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en
el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros
la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él,
muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos
de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de
salvación.
Por
la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la
Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó
su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se
encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a
luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José,
llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al
Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn19, 25-27). Con fe, María
saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos
en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce,
reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por
la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con
las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona
(cf.Lc 11, 20). Vivieron
en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles
una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos
después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el
mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno,
anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos
fieles.
Por
la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la
enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía,
poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos
(cf. Hch 2, 42-47).
Por
la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del
Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor
don del amor con el perdón de sus perseguidores. Por
la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para
vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad,
signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe,
muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer
concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los
oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por
la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro
de la vida (cf.Ap 7, 9;
13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor
Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la
familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y
ministerios que se les confiaban.
También
nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente
en nuestras vidas y en la historia.
14.
El Año de la fe será también una buena oportunidad
para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas
es la caridad» (1 Co 13,
13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el
apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene
fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana
andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id
en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de
qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro.
Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las
obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La
fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de
modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos
dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el
primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque
precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe
podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado.
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25, 40):
estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una
invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la
fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a
socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida.
Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando
«unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15.
Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que
«buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de
cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación
como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la
fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre
nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los
signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a
convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo.
Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los
que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces
de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que
la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fehaga cada vez más
fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza
para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las
palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por
ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas;
así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es
perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la
revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo
todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante,
alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P1,
6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el
sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son
probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran
escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten
comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo
(cf.Col 1, 24), son
preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy
débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,
10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y
la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre
nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad
visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva
con el Padre.
Confiemos
a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi
Pontificado