Fuente: ALFA Y OMEGA
Solemnidad
de la Ascensión (ciclo B)
«Nadie
tiene amor más grande»
Es difícil separar la lectura del Evangelio de
este domingo de la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, que es la
que alude a los 40 días tras la Resurrección. La estrecha unidad que se da
habitualmente los domingos entre la primera lectura y el Evangelio se
manifiesta hoy de modo particular en una temática casi idéntica. En ambos
textos se destaca el carácter de conclusión o despedida de la misión terrena
del Señor, ligado al comienzo de la misión de la Iglesia, que constituye el eje
del breve pasaje que tenemos ante nosotros. El primer dato que nos aporta este
texto es que Jesús se aparece de nuevo vivo ante los once. En la liturgia, los
relatos de las apariciones han ocupado el centro de atención durante la octava
de Pascua y los primeros domingos de este tiempo. Ahora, tras varias semanas en
las que el Evangelio de san Juan abordaba diversas cuestiones sobre la vida del
discípulo y su relación de conocimiento, amor y permanencia con Jesús, parece
que retomamos el momento inicial de la Pascua, cerrando el ciclo de las
apariciones iniciado el primer domingo. Este modo de escoger las lecturas corresponde,
pues, con la estrecha unidad que hay entre Resurrección, ascensión y venida del
Espíritu Santo. Jesús, una vez resucitado adquiere un modo de vivir real,
participando plenamente de la gloria y el poder de Dios. En contraste con la
humillación sufrida en su Pasión y Muerte en la cruz, el Señor es colocado en
lo más alto, no en un sentido geográfico, sino real, como juez de vivos y
muertos. De hecho, la ascensión a la gloria es uno de los motivos preferidos en
las oraciones propias de este día, sean de la liturgia de las horas o de la
Misa. El paradigma del modo orante de reconocer la gloria del Señor lo refleja
aquí el salmo responsorial con su respuesta «Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor al son de trompetas». Se trata de un texto compuesto originalmente por
los israelitas que llevaban el arca a Jerusalén, tras volver de la batalla, con
el objetivo de expresar la asunción de la realeza por Dios. El carácter del
Evangelio y de la fiesta que celebramos nos hace comprender ahora que cuanto ha
sido atribuido a Dios en el Antiguo Testamento se asignará ahora a Jesucristo
triunfante y victorioso sobre la muerte.
Partícipes de
esta victoria
La entrada del Señor en la gloria tiene como
consecuencia inmediata nuestra participación en esa victoria. Cuando el Señor
afirma que «el que crea y sea bautizado se salvará», constata que la vida
eterna no es algo reservado para Él mismo, sino que todos los cristianos, al
haber sido incorporados a Cristo, tenemos la firme esperanza de que un día
participaremos de su poder y reinado. Mientras tanto, la misión de la Iglesia
es doble: en primer lugar, ir al mundo entero. Frente a la tentación de
quedarnos plantados mirando al cielo, en palabras de la primera lectura, el
Señor nos pide salir, desplazarnos y movernos hacia donde están las personas.
Se trata de una disposición que supone implicarse en cuerpo y alma. El Señor no
pide a los once dedicar algo de tiempo, sino ir al mundo entero, una tarea que,
naturalmente, no conoce fin. En segundo lugar, debemos proclamar el Evangelio.
El cometido de la Iglesia no es otro que continuar los gestos y palabras que
realizó el Señor. En este sentido, la Iglesia no está llamada a ser original,
sino a reflejar fielmente cuanto ha sido querido por el Señor. Al mismo tiempo,
la predicación del Evangelio está acompañada y confirmada por algunos signos
que, adaptados a los tiempos, se siguen realizando en virtud de la autoridad
conferida por Cristo a sus discípulos. Constatamos, en definitiva, que la
victoria del Señor sobre la muerte no solo se concreta en el gozo y la alegría
de comprobar que Jesús está vivo, sino en el mandato preciso de no dejar nunca
de proclamar y llevar a cabo cuanto Él ha anunciado y realizado.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y
les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El
que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que
crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán
lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal,
no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la
derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el
Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
Juan 16, 15-20