Fuente: ALFA Y OMEGA
V
Domingo de Pascua (ciclo B)
«Permanencia
y unidad»
Sin duda, las palabras del Señor están repletas de
imágenes que, a quienes las escucharan de sus labios, les resultarían muy
familiares, tanto por el conocimiento de numerosos antecedentes bíblicos como
por referirse a lo más cotidiano de la agricultura y la ganadería de la
Palestina del siglo I; realidades que incluso hoy nos siguen resultando
cercanas. La idea de Jesucristo como vid va más allá de recrear en nuestra
mente el cuadro de la vid y los sarmientos. No puede obviarse la indudable
referencia a la Eucaristía que esta alusión encierra. Además, del mismo modo
que la alegoría del Buen Pastor del domingo pasado nos permitía reflexionar
sobre nuestra relación con el Señor, el pasaje evangélico que ahora tenemos
ante nosotros busca cuidar el vínculo hondo y personal que ha de darse entre Jesús
resucitado y el verdadero discípulo. Asimismo, el texto de este domingo y del
siguiente se encuadran en el llamado discurso de despedida del Evangelio de san
Juan; un auténtico testamento espiritual que quiere, por una parte, resumir las
enseñanzas del Señor y, por otra, ofrecer a los discípulos pautas de actuación
para cuando el Maestro ya no esté con ellos. Como sabemos, ya los profetas se
habían referido a la vid a la hora de referirse a los israelitas. Dios cuida
con amor su viña. Sin embargo, Israel, que debía producir frutos de fidelidad a
la alianza, no responde adecuadamente, según relata el profeta Isaías. Cuando
Jesús se concibe a sí mismo como vid verdadera, ya se nos está indicando que Él
es en quien Dios restablece la alianza con su pueblo y que esta será la
verdadera y definitiva alianza, de la cual las anteriores eran una
prefiguración. Por otro lado, las constantes referencias a permanecer y a dar
fruto aparecen como un binomio inseparable. Estar unido al Señor, escuchar y
llevar a la práctica sus palabras, se convierten en el único modo de dar fruto
y de dar gloria a Dios. Para el discípulo, permanencia y glorificación no serán
más que las dos caras de la misma moneda, algo inseparable.
El peligro de
la disgregación
Cuando el
Señor se refiere a la necesidad de un vínculo estrecho entre Él (la vid) y
nosotros (los sarmientos) es fácil pensar en los medios a nuestra disposición
para cuidar esa relación profunda que Jesús nos pide para dar fruto abundante.
No resulta difícil fijarnos en la necesidad de la oración o en la frecuencia de
la celebración de los sacramentos de la Eucaristía o de la Reconciliación de
los penitentes. Tampoco podemos pasar por alto nuestro compromiso y la vivencia
efectiva de la caridad con la que nos necesita, puesto que sirviendo a nuestros
hermanos estamos concretando de un modo singular nuestra unión con Cristo y
llevando a cumplimiento nuestra vocación bautismal. Sin embargo, hemos de tener
en cuenta que nuestra relación con el Señor no se da únicamente de modo individual,
sino en el ámbito de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La historia nos enseña que,
de hecho, desde la primera andadura del cristianismo la Iglesia tuvo que hacer
frente a personas o grupos que, tras la Muerte y Resurrección del Señor, podían
fomentar la disgregación, desviándose de cuanto el Señor años atrás les había
enseñado. La memoria de san Juan al recoger estas palabras manifiesta que
permanecer unidos a Jesús y perseverar en medio de las adversidades es el
camino a seguir cuando nos aceche la tentación de la división en el seno de la
Iglesia. Al mismo tiempo, conocemos un término que designa lo contrario a
cualquier separación o desunión en su seno: comunión. La parábola de la vid y
los sarmientos revela, en definitiva, que la vida cristiana ha de ser siempre
misterio de comunión con Jesús. Concebir la misma Iglesia como misterio y lugar
de comunión y encuentro ayuda a valorarla como espacio imprescindible y
determinante para propiciar el vínculo del hombre con Dios y de los hombres
entre sí.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo
soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da
fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más
fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado;
permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por
sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese
da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en
mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al
fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que
deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».
Juan 15, 1-8