Domingo 2º de Cuaresma
Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto
de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió,
sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran
Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a
consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y
espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras
estos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué hermoso es estar aquí.
Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía
lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se
asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo,
el escogido, escuchadle». Cuando sonó la voz, se encontró Jesús sólo. Ellos
guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían
visto.
Comentario: Rvdo. P.
D. Jaime González Padrós
Hoy, segundo domingo de
Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio
evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de
San Lucas. El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús
orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración
personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos,
llena de la alegría del Espíritu Santo. Fijémonos, pues, que Lucas es el único
de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...)
subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica
que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es
éste un hecho secundario.
La oración es presentada
como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de Cristo: cuando
Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc 9,32). Pero no
solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó en la Ley y los
Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc 9,31).
Efectivamente, también
ellos encuentran el propio esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor
del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida,
que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el
designio de Dios desde siempre, llevado a término en el seno de la historia de
Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la
muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo encarnado. Nos viene bien recordar,
en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de
piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar,
inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria.
Es urgente dejarnos
impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia
cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro
y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.