Domingo 32º del tiempo ordinario
Enseñaba
Jesús a la multitud y les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta
pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los
asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y
devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Ésos recibirán
una sentencia más rigurosa».
Estando
Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba
echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y
echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo: «Os aseguro que esa pobre
viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han
echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo
que tenía para vivir».
Comentario: Rvdo. P. D. José Martínez Colín
Hoy, el Evangelio nos presenta
a Cristo como Maestro, y nos habla del desprendimiento que hemos de vivir. Un
desprendimiento, en primer lugar, del honor o reconocimiento propios, que a
veces vamos buscando: «Guardaos de (…) ser saludados en las plazas, ocupar los
primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes»
(cf. Mc 12,38-39). En este sentido, Jesús nos previene del mal ejemplo de los
escribas.
Desprendimiento, en segundo
lugar, de las cosas materiales. Jesucristo alaba a la viuda pobre, a la vez que
lamenta la falsedad de otros: «Todos han echado de lo que les sobraba, ésta [la
viuda], en cambio, ha echado de lo que necesitaba» (Mc 12,44).
Quien no vive el
desprendimiento de los bienes temporales vive lleno del propio yo, y no puede
amar. En tal estado del alma no hay “espacio” para los demás: ni compasión, ni
misericordia, ni atención para con el prójimo. Los santos nos dan ejemplo. He
aquí un hecho de la vida de San Pío X, cuando todavía era obispo de Mantua. Un
comerciante escribió calumnias contra el obispo. Muchos amigos suyos le
aconsejaron denunciar judicialmente al calumniador, pero el futuro Papa les
respondió: «Ese pobre hombre necesita más la oración que el castigo». No lo
acusó, sino que rezó por él. Pero no todo terminó ahí, sino que —después de un
tiempo— al dicho comerciante le fue mal en los negocios, y se declaró en
bancarrota. Todos los acreedores se le echaron encima, y se quedó sin nada.
Sólo una persona vino en su ayuda: fue el mismo obispo de Mantua quien,
anónimamente, hizo enviar un sobre con dinero al comerciante, haciéndole saber
que aquel dinero venía de la Señora más Misericordiosa, es decir, de la Virgen
del Perpetuo Socorro.
¿Vivo realmente el
desprendimiento de las realidades terrenales? ¿Está mi corazón vacío de cosas?
¿Puede mi corazón ver las necesidades de los demás? «El programa del cristiano
—el programa de Jesús— es un “corazón que ve”» (Benedicto XVI).