XIV Domingo del Tiempo ordinario
En su casa
Estar
en casa es muy bueno. Los humanos necesitamos un lugar donde reposar, donde
respirar tranquilos, donde vivir a gusto, en un ambiente acogedor y protegido.
La casa propia es como un oasis en medio de desierto. Porque, a veces, el mundo
se presenta hostil. Tanto las condiciones climáticas como las sociales no
siempre son favorables. Por eso, es tan vital el hogar familiar o la casa en la
que vivir. En casa podemos florecer.
Es
triste no tener casa. Es dramático lo que les pasa a algunas familias que
pierden su casa: una lesión muy seria a la dignidad humana. Lo mismo sucede con
la casa común de la
Humanidad. No deberíamos perderla, ni siquiera ponerla en
peligro. Lo acaba de recordar el Papa Francisco en su segunda encíclica, Laudato
si. La naturaleza es como la casa común de todos los hombres. No podemos
ser irresponsables con ella, maltratándola al antojo de una voluntad desmedida
de poder.
Además
de la casa familiar y de la casa universal, existe también la casa personal.
Los individuos tampoco vivimos a la intemperie de los deseos o de la voluntad
para organizar a nuestro arbitrio nuestras condiciones de vida. Tenemos también
una naturaleza personal, que merece reconocimiento y cuidado. Es irresponsable
hacer cualquier cosa con nuestro cuerpo y con nuestras relaciones. Hemos de
cuidar también la ecología personal, porque, si no, lesionamos
nuestra dignidad y hacemos más difícil, o incluso imposible, nuestra propia
vida y la de los demás.
Jesús
se queja, dolorido, de que no fue bien recibido precisamente «en su casa», en
su pueblo de Nazaret. «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre
sus parientes y en su casa». Son palabras inquietantes, que nos advierten de la
fragilidad de nuestra vida en el mundo.
Ni
siquiera en casa podemos estar del todo tranquilos. También allí se halla
presente el enemigo de Dios y del hombre. Es más, justo en casa es donde el mal
actúa de modo más peligroso, sibilino y persistente. La casa de la propia
persona se halla amenazada por la soberbia del corazón. En la casa familiar
anida el demonio de la discordia entre los padres y de la envidia entre los
hermanos. Los pueblos se dividen en grupos y se enfrentan violentamente con
otros pueblos con pretextos diversos que ponen en peligro la casa universal.
También la Iglesia ,
la casa del Señor, es profanada a veces, incluso para dar pábulo al pecado
público bajo la falsa apariencia de la caridad personal.
Pero
no perdemos nunca la esperanza. Sabemos que nuestra casa verdadera es la casa
del Padre, el Creador infinitamente bueno, que nos ha preparado el camino de la
victoria. El desprecio que Jesús sufrió en su casa de Nazaret no era más que un
adelanto del rechazo que lo iba a llevar en Jerusalén a la Cruz y a la Gloria. Aunque se
derrumbe nuestra casa terrenal, tenemos una mansión eterna en el Cielo. Movidos
por la fuerza de esta fe, no nos cansamos nunca de comenzar siempre de nuevo en
el cuidado de nuestras casas de este mundo.
+ Juan Antonio Martínez Camino
Evangelio
En aquel
tiempo, fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el
sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba
asombrada:
«¿De
dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos
milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de
Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas, no viven con nosotros aquí?»
Y
desconfiaban de Él.
Jesús
les decía:
«No
desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su
casa».
No
pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las
manos, y se extrañó de su falta de fe.
Marcos
6, 1-6