Tercer Domingo de Pascua
Para entender las Escrituras
Desde
hace algunas décadas se lee la
Biblia bastante más que lo hacían nuestros antepasados. No
hay editorial de prestigio que no desee tener en su catálogo una edición del
texto sagrado. Como es natural, la
Iglesia se alegra de que se lea más la Palabra de Dios escrita.
El incremento del interés por la Sagrada Escritura ya había comenzado antes del
Concilio Vaticano II. Pero el ejemplo del Concilio mismo, cuyos documentos
respiran hondo aliento bíblico, y sus disposiciones al respecto, fueron muy
importantes en la nueva posición que la Biblia ha ido adquiriendo en la vida de los
católicos.
Hay
que destacar el campo de la
Sagrada Liturgia como lugar en el que la Escritura Santa se
ha hecho más accesible para el pueblo de Dios. Las lecturas bíblicas en la Santa Misa y en la
celebración de los demás sacramentos han sido enriquecidas muy notablemente. En
los ciclos dominicales, se proclama prácticamente todo el Nuevo Testamento cada
tres años. Del Antiguo, también son leídos en la celebración eucarística todos
los textos relevantes para la comprensión del misterio cristiano.
También
es muy destacable el interesante fenómeno de los grupos bíblicos. En muchas
parroquias, movimientos y centros pastorales se han constituido círculos de
estudio de la
Sagrada Escritura , que, con admirable perseverancia, han
recibido lecciones de introducción exegético-teológica y han ayudado a comentar
y meditar el texto sagrado.
Todo
éste, que podríamos llamar, movimiento bíblico ha enriquecido, sin duda
ninguna, la vida cristiana y ha constituido, en muchos casos, una ocasión
excelente para el crecimiento en la fe, e incluso para el redescubrimiento
personal de la misma. No es de extrañar. Porque, como decía el gran san
Jerónimo, desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo.
Cierto.
Quien conoce las Escrituras reconoce y conoce en Jesús al Hijo eterno de Dios,
el Señor del cosmos y el redentor de nuestras vidas. Pero es saludable caer en
la cuenta de que, para entender las Escrituras, no basta la ciencia histórica,
ni siquiera una ciencia exegética o teológica cualquiera. Entender la Escritura Santa es
una empresa de un orden muy diverso de la intelección de un texto histórico o
espiritual común. Porque ella no trata simplemente de un relato de historia
humana, o de un descubrimiento del espíritu del hombre. Toda ella habla de
Cristo, es decir, de Dios y del hombre, del Hijo eterno de Dios, mensajero y
autor de la salvación divina en el tiempo humano. Por eso, para entenderla, además
de ciencia humana es necesaria inspiración divina. Es necesario que Jesucristo
mismo nos abra el entendimiento, como hizo con los once reunidos en Jerusalén,
que no acababan de comprender que el Resucitado no era un fantasma, sino el
Siervo de Dios, crucificado por los pecadores y levantado por Dios de entre los
muertos a la Vida.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En
aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y
cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó
Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: «Paz a vosotros».
Llenos
de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: «¿Por qué os
alarmáis?; ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis
pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene
carne y huesos, como veis que yo tengo».
Dicho
esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la
alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le
ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les
dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo
escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que
cumplirse».
Entonces
les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así
estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer
día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a
todos los pueblos, comenzando por Jerusalén».
Lucas 24, 35-48