Domingo 4º de Cuaresma
Jesús dijo esta parábola a los fariseos y escribas:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la
parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos
días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y
allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo,
vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue
entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus
campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían
los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros
de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me
pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus
jornaleros”.
Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le
echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra
el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a
sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en
la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos
un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido,
y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver
se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los
mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu
padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se
indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él
replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca
una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con
mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con
malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo,
y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba
muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Comentario: Rvdo. P. D.
Juan A. Mateo García
Hoy,
domingo Laetare (“Alegraos”), cuarto de Cuaresma, escuchamos nuevamente este
fragmento entrañable del Evangelio según San Lucas, en el que Jesús justifica
su práctica inaudita de perdonar los pecados y recuperar a los hombres para
Dios.
Siempre
me he preguntado si la mayoría de la gente entendía bien la expresión “el hijo
pródigo” con la cual se designa esta parábola. Yo creo que deberíamos
rebautizarla con el nombre de la parábola del “Padre prodigioso”.
Efectivamente, el Padre de la parábola —que se conmueve viendo que vuelve aquel
hijo perdido por el pecado— es un icono del Padre del Cielo reflejado en el
rostro de Cristo: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido,
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,20). Jesús nos da a
entender claramente que todo hombre, incluso el más pecador, es para Dios una realidad
muy importante que no quiere perder de ninguna manera; y que Él siempre está
dispuesto a concedernos con gozo inefable su perdón (hasta el punto de no
ahorrar la vida de su Hijo).
Este
domingo tiene un matiz de serena alegría y, por eso, es designado como el
domingo “alegraos”, palabra presente en la antífona de entrada de la Misa de
hoy: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de
su alegría». Dios se ha compadecido del hombre perdido y extraviado, y le ha
manifestado en Jesucristo —muerto y resucitado— su misericordia.
Juan
Pablo II decía en su encíclica Dives in misericordia que el amor de Dios, en
una historia herida por el pecado, se ha convertido en misericordia, compasión.
La Pasión de Jesús es la medida de esta misericordia. Así entenderemos que la
alegría más grande que damos a Dios es dejarnos perdonar presentando a su
misericordia nuestra miseria, nuestro pecado. A las puertas de la Pascua
acudimos de buen grado al sacramento de la penitencia, a la fuente de la divina
misericordia: daremos a Dios una gran alegría, quedaremos llenos de paz y
seremos más misericordiosos con los otros. ¡Nunca es tarde para levantarnos y
volver al Padre que nos ama!