Domingo 3º de Cuaresma
Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los
galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los
demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís,
todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la
torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera
plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo
entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta
higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”.
Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor
y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás”».
Comentario: Cardenal
D. Jorge Mejía
Hoy,
tercer domingo de Cuaresma, la lectura evangélica contiene una llamada de Jesús
a la penitencia y a la conversión. O, más bien, una exigencia de cambiar de
vida.
“Convertirse”
significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también
de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio.
Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, San Juan Bautista resumía
su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión»
(Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras:
«Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Esta
lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención
fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas
referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada),
contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos
desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos
dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc
13,5).
Esto
nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano.
Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no
en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos
muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación
con la primera.
Cada
uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido.
Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es
Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y
entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros)
para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de
la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo,
aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.