Por: Ernesto Romero del Castillo, Fiscal de Reglas
El amanecer traspasa luminoso las persianas del alma. Y nos levantamos de un salto. Es el día. La suave ropa planchada incluye estrenos diversos, seguro que de reyes. Tal vez la camisa, el traje, pero, por supuesto, la corbata. Porque es un día para estrenar, al menos la ilusión de vivirlo con plenitud, y en hermandad.
Gustaremos de llegar pronto a la cafetería frente a la iglesia. Ojearemos el periódico mientras degustamos la sabrosa tostá con aceite a la que seguro nos invitará algún miembro de la corporación. Y se entablará la primera tertulia en torno a diversas cuestiones tales como alguna noticia de última hora, el pasado Quinario o el planteamiento del día de hoy.
Sin darnos apenas cuenta se echará encima la hora de la celebración, y cruzaremos la calle para adentrarnos en la ceremonia más solemne que el año nos va a deparar. Comienza la procesión. La música sacra del coro se entremezcla con el incienso que aporta el turíbulo, y que pronto lo envuelve todo. Los acólitos marchan dos a dos, precediendo a los sacerdotes, hasta llegar al altar. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…la Hermandad presenta ante el Altísimo sus intenciones, trabajos y luchas de todo un año. La Palabra de Dios se proclama… y se hace vida. La homilía es todo un programa de intenciones cristiano-cofrades.
Seguidamente, la pública profesión del voto habrá de marcar la jornada. Un año más, largas filas de cofrades aguardarán su turno para refrendar con el “así lo confieso y creo, lo prometo y juro…” la fórmula de la defensa de los más altos dogmas de la fe católica, por la que, como aquélla misma afirma, “estamos dispuestos a derramar, si preciso fuere, hasta la última gota de nuestra sangre”.
Vocación al martirio, muy oportuna, mas muy exigente en tiempos difíciles. ¡Vaya paradoja! Cuando el hedonismo y el relativismo parecen ganar la partida en nuestra sociedad, aportando un dios a la medida del propio egoísmo, en nuestros templos los cofrades juran por cientos creer firmemente lo que el mundo rechaza. Motivo de alegría, y de esperanza. Y de orgullo para cualquier dirigente el contemplar, vara en mano desde ese mismo altar -humilde pero insigne en la representatividad que le corresponde- cómo cada cofrade profesa su voto rodilla en tierra y con la mano derecha sobre el Santo Evangelio. No es una apariencia, es una realidad; no un fingimiento, sino una proclamación sincera.
Y ese sano orgullo se redobla si son familias enteras las que suben a ese altar. Transmisión de la fe de padres a hijos, de sentir cofradiero de abuelos a nietos. La familia como protectora de tan altos valores.
Nos unimos al Jesús que luego acompañamos en Semana Santa mostrándolo a la ciudad. Participaremos del banquete de la Eucaristía para luego poder participar en el de la convivencia de la cofradía. Reencuentro y copa con hermanos a los que no vemos, que están fuera. Homenajes a los que cumplen aniversario. Respeto y veneración por nuestros mayores –los mismos que esta perversa sociedad trata con tanto desdén-. La hermandad que se une, la hermandad que se quiere. Palabras de aliento del hermano mayor. Sonrisas cómplices y satisfacción cumplida de compartir un año más el misterio del gozo que acabamos de comenzar.
Cae la tarde. Despedidas hasta pronto y mejores deseos para la estación de penitencia. Todo eso y mucho más da de sí una Función Principal de Instituto. Comienza la cuenta atrás y sólo se espera la coherencia que ante Dios y ante los hombres nos queda todo un año por demostrar.