EN el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro
se presenta a Jesús de dos formas reveladoramente contrapuestas. Por una parte
está el Jesús que, ante la noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro,
permanece aparentemente insensible –hasta el punto de dilatar su visita un par
de días–. El otro Jesús, por contrapartida, se echa a llorar hasta el sollozo
cuando es informado de su enfermedad. Conmueve este Jesús que se deshace en
lágrimas y sorprende, por el contrario, ese otro Jesús (naturalmente el mismo)
que se mantiene entero ante una noticia tan grave. ¿Qué significa esto?
Por un lado, Jesús sabe que el mal no tiene
verdadero poder sobre este mundo, sabe que su dominio es sólo relativo y
temporal. De ahí que se mantenga tan sereno y ecuánime ante la desgracia de su
buen amigo. Sabe que, pase lo que pase, no será fatal.
Ahora bien, ante el desgarro de Marta y María –sus
amigas, deshechas por la pérdida de su hermano–, y ante la generalizada
desolación que reina en Betania, su lugar de descanso, Jesús responde con el
llanto, abrumado por la terrible y sucia marea del mal, que termina por
emponzoñarlo todo. Ese mal ha sido ya vencido por Dios –así lo dicta la fe
cristiana–, pero sus secuelas siguen devastando al hombre. Jesús, el Cristo,
sabe mantenerse en calma, cual maestro, cuando el mal llama a su puerta; pero
también sabe responder con un corazón apasionado cuando asiste al estrago de
sus obras.
Ante la crisis mundial suscitada por la pandemia del
coronavirus, a los cristianos (y a los buscadores espirituales en general) se
nos pide, en primera instancia, esta doble actitud. Primero llorar, luego
mantener la calma. No sólo mantener la calma, también es necesario llorar.
Llorar porque hemos metido el pie en la trampa y
porque ahora sufrimos por los dolores del cepo. Llorar porque estamos
convencidos de que hay que acostumbrarse a tener el pie en el cepo. Ahora bien,
llorar no es tan sencillo. Uno llora al principio. Luego se acostumbra y se
cansa y, simplemente, deja de llorar. No hay que llorar tanto, nos decimos
entonces. Esto no lleva a ninguna parte. Y nos sonamos los mocos y nos llenamos
de ruido para olvidarnos de las lágrimas que siguen corriendo durante largo
tiempo por dentro.
Llorar es lo más urgente y primordial, eso no
conviene olvidarlo. Llorar es purificar. Hay que pasar por la purificación
antes de llegar a la iluminación. Debemos llorar por quienes ya han muerto por
este virus, por la muerte que quiere apoderarse de nosotros. Llorar por los que
están infectados y por los que se infectarán. Por el egoísmo de quienes sólo
piensan en ellos mismos y por la emoción que despierta ver a quienes aman a los
demás. El cuerpo debe hacer su trabajo para que luego pueda entrar en juego el
alma. El cuerpo es el primero que responde ante el mal; el alma sólo acude de
verdad cuando recibe esta llamada. Todo lo demás es un altruismo peligroso.
Porque la buena voluntad no basta, no tiene fuelle para sostener una situación
que puede alargarse durante meses. Los creyentes, los meditadores, todos los
que quieran estar a la altura del desafío que supone esta pandemia, hemos de
edificarnos por dentro sobre roca.
Segunda actitud: la calma. ¿Cómo se hace para
mantener la calma? Hay un secreto: esta enfermedad no es de muerte, sino para
gloria de Dios (Jn. 11, 4), dice Jesús al ser informado de la enfermedad de su
amigo. Eso es fe: saber que todo lo que sucede y como sucede es para Su gloria.
Esta es la confianza que se nos pide en esta situación: creer que todo cuanto
sucede –bueno, malo o neutro– es en último término para bien. Ver lo que
acontece no como una amenaza, sino como una ocasión para fortalecer el carácter
y la relación con los otros y con Dios.
Esa confianza básica no se improvisa, se entrena con
silencio y oración. Hoy –huelga decirlo– la fe está muy denostada. Se confunde
con ingenuidad infantil o con una piedad obsoleta y sentimental. Casi nadie
comprende ya el coraje de creer, el temple que implica confiar. Pocos entienden
que la esperanza sea una virtud, la equivocan con un simple talante optimista o
con una mera actitud positiva. Una virtud, sin embargo, es siempre fruto de un
cultivo o de un entrenamiento. Esto implica una escucha, un descubrimiento, una
disciplina, una perseverancia... Lo que debe en un adulto morir para que pueda
nacer en él la verdadera esperanza es precisamente la piedad edulcorada y la
devoción pueril. Pero no es fácil vivir sin emociones reconfortantes, como
tampoco lo es seguir adelante sin agarrarnos a las ficticias promesas de la
magia o las de los falsos profetas, cada vez más numerosos.
Lázaro es el amigo muerto que hay en nosotros,
deberíamos saberlo. Deberíamos saber a estas alturas que los infectados somos
nosotros. Sólo cuando descubrimos que este mal lo padecemos todos (y esa es la
experiencia de la comunión, que sólo da el espíritu), sólo entonces drena el
corazón. Ese corazón humano, tan ensuciado por años de errores, va
purificándose en la medida en que sabemos que las heridas del mundo son las
nuestras.
Esta pandemia nos da la oportunidad de dar un paso
de gigantes en nuestra condición humana. En este tiempo de encerramiento
domiciliario, decretado por las autoridades, se nos brinda la ocasión –siempre
buscada, pocas veces encontrada– de sanar de raíz el corazón: de vaciarlo de
estupidez, de vanidad, de ruido…, de sanarlo con meditación y buenas acciones.
De darnos cuenta lentamente, como siempre va el Espíritu, de que esta vida es
temporal y de que somos peregrinos. Quizá lo habíamos olvidado, quizá preferíamos
no pensarlo. Presos por la agitación de estos primeros días, descolocados por
la magnitud de la noticia, incrédulos, escépticos, preocupados, miedosos...,
ahora ha llegado el momento de mirarnos por dentro para que todo vaya
colocándose en su sitio. Cuando el corazón está en su sitio, todo lo demás se
recoloca: los instintos –hasta entonces tiranos– dejan de exigir la primacía;
la mente –finalmente desplazada– abandona los pensamientos obsesivos y
estériles.
Primero, pues, has de separarte de los demás
(quedarte en casa, como se te ha ordenado); luego de ti mismo (ponerle a Él en
el centro, desatender los infinitos reclamos del ego, lleno siempre de miedo y
preocupación); finalmente se te regala un corazón puro, en cuyo centro –¡oh
sorpresa!– te encuentras con los demás y contigo mismo.