III Domingo de Cuaresma (ciclo
A)
El agua que salta hasta la
vida eterna
Después de los dos primeros domingos de Cuaresma, en los
que hemos escuchado los relatos de las tentaciones del Señor en el desierto y
la transfiguración del Señor, los pasajes evangélicos de los domingos III-V de
este tiempo adquieren un carácter preferentemente bautismal que, junto con la
penitencia, conforman las notas principales de este periodo litúrgico.
Jesucristo como agua, luz y vida va a ser presentado progresivamente en estos
tres domingos a través de los pasajes de la Samaritana (III
Domingo), el ciego de nacimiento (IV Domingo) y la resurrección de Lázaro (V
Domingo). Se tocan tres temas unidos estrechamente con la celebración del
sacramento del Bautismo, que nos harán caer en la cuenta de que quienes hemos
recibido este sacramento, hemos sido unidos estrechamente a Jesucristo como
agua, luz y vida. Por lo tanto, los textos bíblicos que estos días son
proclamados nos van a permitir profundizar en el significado salvífico de estos
tres encuentros que aparecen en el Evangelio de san Juan.
El Señor sacia nuestra sed
Llama la atención cómo incluso las condiciones
climatológicas del lugar en el que el Señor se manifiesta en la historia van a
ser aprovechadas para que Dios se revele a los hombres como salvador. Al
comienzo del Evangelio de este domingo aparece Jesús, cansado del camino y con
sed. Al final va a mostrarnos que, en realidad, la sed de Jesús va a ser una
sed de nuestra fe en él. No es la primera vez que la sed aparece como eje
narrativo en la
Biblia. Conforme escuchamos en la primera lectura, del libro
del Éxodo, el pueblo sediento murmuró contra Moisés, acusándolo de estar
matándolos de sed. Para solventar esta incomodidad, el Señor manda a Moisés
golpear la roca, de la que saldrá agua para que beba el pueblo. Precisamente
este paso bíblico va a constituir una premonición del texto evangélico, puesto
que Jesús, el nuevo Moisés va a ofrecer a la samaritana, en la que vamos a
estar representados todos los creyentes de la historia, un agua viva que va a
conseguir saciar algo mucho más profundo que la sed física. Esto es lo que
implica la afirmación del Señor: «el que beba del agua que yo le daré nunca más
tendrá sed». El episodio, que sin duda recuerda al momento en el que todos
quedaron saciados tras la multiplicación de los panes, pone de nuevo ante
nosotros que el don de Dios supera no solo nuestras expectativas de modo
cuantitativo, sino también cualitativamente, es decir, se trata de un don de
otro orden, eterno. Cuando durante siglos se preparaba a los catecúmenos que
iban a recibir el Bautismo en la Vigilia Pascual con un texto como este, el
todavía no cristiano era capaz de colocarse en el lugar de la samaritana para
entender que ese mismo encuentro entre Jesús y la samaritana era el que ahora
iba a tener lugar a través de su propio bautismo; y que esa agua iba a
significar al mismo Señor, cuyo Espíritu Santo iba a ser derramado sobre él.
Un itinerario de fe
El gesto sacramental va unido también a un itinerario de
fe. Así, en el pasaje evangélico descubrimos que este camino del cristiano
encuentra su paradigma en el proceso interior vivido por la samaritana. De
reconocer a Jesús como a un simple judío, se pasa a considerarlo «más que
nuestro padre Jacob», para, más adelante, reconocerlo como profeta y,
finalmente, confesarlo como el Salvador del mundo, a quien el catecúmeno se va
a ir progresivamente adhiriendo. Por eso tiene pleno sentido que, junto al
derramamiento del agua bautismal, vaya asociada la profesión de la fe. A
quienes hemos sido ya bautizados nos conviene leer este pasaje en clave
mistagógica, es decir, a posteriori, contemplando lo que significa
haber sido incorporados a Cristo y reconocer en Él y dar las gracias a quien es
capaz de saciar nuestra sed, no de cosas materiales, sino de lo que
verdaderamente anhela nuestro corazón.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, llegó Jesús a una ciudad de
Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí
estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto
al pozo. Era hacia la hora sexta. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y
Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar
comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí,
que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice
“dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dice:
«Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?;
¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron
él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua
vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá
sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua
que salta hasta la vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así
no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un
profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el
sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme,
mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al
Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que
conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya
está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y
verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo
adoran deben hacerlo en espíritu y verdad». La mujer le dice: «Sé que va a
venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, Él nos lo dirá todo». Jesús le dice:
«Soy yo, el que habla contigo».
En aquel pueblo muchos creyeron en Él. Así,
cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y
se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y
decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos
oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo».
Juan 4, 5-15, 19-26, 39a,
40-42