II Domingo de Cuaresma (ciclo
A)
La visión de la gloria de
Dios
Junto con el episodio de las tentaciones de Jesús en el
desierto, la transfiguración conforma un pasaje que todos los años se escucha
al principio de la
Cuaresma. De algún modo, la liturgia nos presenta tanto un
preludio de la lucha definitiva contra el mal, que celebraremos días después en
la Pasión del
Señor, como la victoria y el resplandor definitivo de Cristo tras su gloriosa
Resurrección. Si el domingo pasado el escenario era el desierto, un espacio de
silencio, de prueba, pero también de escuchar la voz de Dios, hoy nos
trasladamos a un monte alto, lugar que tradicionalmente ha hecho referencia a
la morada de Dios, a la oración y a las especiales manifestaciones y
revelaciones divinas. De hecho, durante varios domingos hemos leído páginas del
célebre sermón de la montaña, en el que Jesús, sentado, enseña a sus
discípulos. El motivo de la ubicación del Señor en un lugar elevado no es
simplemente una mejor visión o audición de su persona y sus palabras. Dios
habita en lo alto y desde allí puede ser conocido. Junto al Sinaí, el ejemplo
característico de lugar elevado, morada de Dios, es el monte Sion, desde donde
reina el Señor y hacia el cual peregrinan todos los pueblos de la tierra.
«Su rostro resplandecía como el sol»
No cabe duda de que el Señor, en efecto, ha querido
revelarse a sus discípulos más íntimos de un modo particular. La aparición en
la escena de Moisés y Elías lo corrobora. En primer lugar, estamos ante dos
personajes que engloban la ley y los profetas, es decir, el conjunto del
Antiguo Testamento. Jesús ahora va a dar plenitud a las promesas mesiánicas
anunciadas desde tiempo inmemorial. En segundo lugar, los dos pudieron tener
certeza de la presencia de Dios, aunque de un modo más tenue a la claridad con
la que Jesús se manifiesta ahora. Ahora ya no se ve a Dios de espaldas o en una
suave brisa. San Mateo se refiere al episodio de la transfiguración comparando
el rostro del Señor con el brillo del sol. También habla de sus vestidos
«blancos como la luz». Se establece, pues, el paralelismo entre Jesús y lo más
brillante que puede existir sobre la tierra. En esta línea, el libro del
Apocalipsis mencionará varias veces las vestiduras blancas, y también la
liturgia retoma esta imagen para el sacramento del bautismo: el vestido blanco,
junto con la luz reflejan no solo una llamada a una vida sin pecado en la que
seamos luz para los demás, sino que somos vestidos y brillamos con una fuerza
que procede de la gloria de Jesucristo resucitado.
La escucha de la voz del Señor
La llamada a escuchar la voz del Señor es un tema central
de la Cuaresma. Como
nos ha recordado recientemente el Papa, el desierto es el lugar del silencio,
donde se acallan otras voces para ser capaces de escuchar con mayor nitidez la Palabra de Dios, y así
conocer cuál es su voluntad. Sin duda, esta revelación, que confirma la misión
de Jesucristo como ungido, a través de una frase similar a la de su Bautismo,
manifiesta una misión dirigida esta vez a sus discípulos: «escuchadlo», donde
se confirma que Jesús es la revelación perfecta de la voluntad de Dios. Frente
a la tentación de quedarse en ese lugar y de hacerse falsas ilusiones sobre lo
que acaban de ver, Jesús pide a los discípulos no contar a nadie la visión que
han tenido. Del mismo modo que tras la Resurrección del Señor este episodio ha sido
comprendido como un anuncio de la gloria definitiva del Señor, antes de su
muerte no hubiera sido fácilmente comprensible lo ocurrido, como muestra la
narración del Evangelio. En definitiva, este pasaje nos pone ante la gloria de
Dios, pero al mismo tiempo nos advierte con todo realismo que no existe ningún
atajo para participar de ese triunfo que no sea pasando por la obediencia a su
Palabra y por la participación en su misma muerte.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se
transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés
y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una
nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es
mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces,
llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no
temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando
bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el
Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Mateo 17, 1-9