IV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Una enseñanza con autoridad
Tras haber escuchado el domingo pasado la llamada de los
primeros apóstoles, durante varios domingos Marcos nos presenta la vida
cotidiana de Jesús. Es como si tratara de poner ante nosotros el programa de
intervenciones del Salvador. El esquema del Evangelio de este domingo es
bastante claro: Jesús enseña y realiza obras de salvación. Con ello Marcos
subraya desde el primer capítulo del Evangelio que palabras y gestos
intrínsecamente conectados entre sí serán el modo a través del cual Dios se nos
manifiesta. En nuestros días, el Concilio Vaticano II ha recordado este método
al hablar de la naturaleza y objeto de la revelación (Cf. Dei
verbum 2). El Evangelio insiste en el asombro que producía la
autoridad con la que enseñaba el Maestro, y concluye con la constatación de que
su fama se extendió enseguida por la comarca entera de Galilea. Con la ciudad
de Cafarnaún como punto de referencia para la predicación y la acción del
Señor, estamos ante la primera actuación de Jesús en público, que destaca, sin
duda, por el éxito y la admiración de los testigos.
El profeta
Durante el tiempo de Adviento hemos mirado a la esperanza
del Mesías por parte del pueblo de Israel desde hacía siglos; un Ungido que
procedería de la Casa
de David. Pues bien, el pueblo tenía también la memoria del profeta por
excelencia: Moisés, el que los había librado del poder del faraón y conducido
hacia la tierra prometida. Es aquí donde entra en juego la primera lectura de este
domingo, tomada del libro del Deuteronomio. Moisés promete para el futuro un
profeta que predicaría en nombre de Dios. En el Evangelio comprobamos que ya ha
llegado. El asombro que producen las palabras del Señor en la sinagoga no surge
únicamente de la convicción con la que hablaba Jesús o la sintonía con sus
oyentes, sino también de descubrir que tienen ante ellos al profeta esperado
durante siglos. La autoridad con la que habla nace principalmente de ser quien
es, mientras que, por el contrario, las enseñanzas de los escribas no tenían
valor propio; provenían de la tradición, es decir, de lo que anteriormente
habían enseñado Moisés, los profetas u otros escribas.
«Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor»
Desde el comienzo de la predicación de Jesús, sus
afirmaciones no constituyen una opinión más entre las distintas voces que
podían oírse en aquel tiempo. Por eso el salmo responsorial nos llama con
claridad a escuchar la voz del Señor. No es, por lo tanto, opcional atender a
lo que Dios comunica a través de su Hijo, puesto que, como nos manifiesta el
último concilio en Dei verbum 4, aunque Dios habló a nuestros
padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas, ahora, en
esta etapa final nos ha hablado por el Hijo (Hb 1, 1-2). La enseñanza de
Jesucristo está fundamentada en la íntima relación con el Padre. Tenemos
constancia, a través de múltiples pasajes, de que Jesús dedicaba largos
espacios de tiempo a orar. No es algo accesorio en su vida. Tampoco es un mero
cumplimiento un precepto. Se trata de responder a lo que es y a la misión que
le ha sido confiada.
La vigencia de las palabras y acciones de Jesucristo no
concluye con su muerte y resurrección, ya que el Señor ha querido que su
autoridad siga presente en la
Iglesia , tanto por su enseñanza como por su acción para
librar de cualquier mal al hombre, siguiendo el modelo de la sanación del
hombre que tenía un espíritu inmundo. Ello implica dos cosas: la Iglesia no puede, por
falta de convicción o por miedo, renunciar a ejercer esta autoridad de palabra
y de acción. En segundo lugar, hablar o actuar en nombre de Dios exige una
enorme responsabilidad y pide de los cristianos, especialmente de quienes han
recibido en la Iglesia
el encargo de enseñar, santificar y gobernar, conformar especialmente su vida
con la de aquel en cuyo nombre actúan.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En la ciudad de Cafarnaún, y el sábado entró
Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les
enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su
sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué
tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con
nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal
de él!». El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy
fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una
enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos
y lo obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la
comarca entera de Galilea.
Marcos 1, 21b-28