La editorial Espuela de Plata ha tenido el
acierto de reunir en un hermoso y accesible volumen titulado El
espíritu de la Navidad las
páginas que Gilbert K. Chesterton dedicó a celebrar esta fiesta en la que
conmemoramos el trastorno del universo. Chesterton, que fue un paladín de la
alegría, encuentra en la
Navidad el asunto que nutre más gustosamente su pluma; y por
las páginas de este delicado libro (el mejor regalo que les pueden hacer en
estas fechas) se suceden artículos y poemas, cuentos y sainetes que nos llenan
el alma con esa alegría que sólo respirábamos en la infancia.
Chesterton sabía bien que escribía para una
generación que, como la nuestra, estaba tan exhausta que ya ni siquiera podía
abrazarse a algo tan tenaz como la tradición. Sabía que los hombres de nuestra
época «van a la deriva, como un iceberg medio derretido que flota en aguas
turbias sin saber por qué no encaja en su entorno». Y sabía, en fin, que esta
sensación de derretimiento y deriva tenía mucho que ver con la pérdida del
espíritu de la Navidad ,
que es rabiosamente carnal, pues no se expresa en proclamas espiritualistas,
sino que se encarna en un niño, en un frágil y aterido niño que llora en mitad
de la noche, refugiado en un pesebre. He aquí, a juicio de Chesterton, la
emocionante paradoja sobre la que descansa la Navidad : «El poder y el
centro del universo entero se pueden encontrar en algo aparentemente pequeño.
(…) Y es extraordinario observar hasta qué punto este sentido de la paradoja
del pesebre lo pierden los brillantes e ingeniosos teólogos y lo conservan los
villancicos».
Los villancicos nos siguen recordando, dos mil
años después, que el universo se puede regir desde un pesebre. Todas las
proclamas revolucionarias, todas las promesas democráticas, palidecen ante la
deslumbrante insolencia deesta paradoja que nos habla de un Dios loco de
amor por sus criaturas; tan loco que, por recuperar su amistad, se hace como
una de ellas. Y que, además, puesto a hacerse una de ellas, no elige al
poderoso ni al adinerado, sino al pobre que no puede nacer en un palacio, ni
siquiera en un hospital de la Seguridad Social , sino que ha de conformarse con
una cueva donde los pastores guardan el ganado. «La gloria de Dios enterrada
bajo el suelo», escribe Chesterton. Y la paradoja que aquella noche se hizo
carne en aquel pesebre «se convirtió en algo más perdurable y fuerte / que los
sillares de Roma». Los imperios más poderosos han caído, como caerán las
promesas democráticas con las que ahora nos acarician las orejas; y esta
paradoja seguirá retoñando cada Navidad en el corazón de los hombres,
salvándolos de todas las quimeras marchitas que les ofrecían el oro y el moro.
En un divertido pasaje de El espíritu de
la Navidad ,
Chesterton ironiza a costa de los modernos que consideran que la Navidad no encaja con el
espíritu de nuestro tiempo. Y no les falta razón: la Navidad presupone que las
familias estén unidas, o siquiera reunidas; y el espíritu de nuestra época, que
ha formado nuestra sensibilidad en «esa gran abstracción democrática llamada
Gente», que nos ha enseñado a derramar una lagrimilla con las imágenes
televisivas de hambrunas y catástrofes acaecidas en los arrabales del atlas, que
nos ha emborrachado de filantropía y humanitarismo, no puede en cambio
«soportar la conmoción de la inesperada llegada de su propia madre, o incluso
de su propio hijo». Chesterton reclama al hombre solipsista de nuestro tiempo
que, si no tiene deseo de celebrar la Navidad , celebre al menos un festín familiar;
pues saliendo de sí mismo ya ha empezado a celebrar la Navidad , sin darse cuenta.
Y nos alerta contra los dos peligros máximos que acechan a la Navidad : la
espiritualización puritana, que olvida que Dios no fumigó el mundo de Paz,
Fraternidad o cualquier otra entelequia con letra mayúscula, sino que prefirió
concretarse en la carne palpable de un Niño; y su mercantilización, que ha
convertido las monedas de seis peniques que los ingleses entierran en el pudin
navideño (como los españoles enterramos alubias en el roscón de Reyes) en
treinta monedas de plata.
En uno de los desternillantes artículos
incluidos en este delicioso libro, Chesterton glosa con indisimulado
arrobo las viandas navideñas y reconoce paladinamente que la Navidad y la salud son
antagónicas; pero afirma a renglón seguido que las personas auténticamente
sanas deben ponerse de parte de la Navidad. A fin de cuentas, emborracharse es un
delito infinitamente menor, y una enfermedad de resaca mucho menos aflictiva,
que ensoberbecerse. Que es lo que hace quien pretende alejarse del pesebre
donde gimotea un débil niño, olvidando que afuera está la gigantesca noche.