IV Domingo de Adviento (ciclo B)
Alégrate
Tenemos ante nosotros el relato de la Anunciación. Obviamente ,
aunque la liturgia prevé su proclamación pocos días antes de Navidad (y este
año solo un día antes), el acontecimiento tuvo que producirse necesariamente
meses antes. De ahí que no debemos entenderlo como un hecho más en una cadena
de sucesos perfectamente ordenados cronológicamente. La Anunciación , escuchada
este domingo, quiere iluminar el misterio de la Navidad , con la finalidad
de que pueda ser comprendido y acogido con mayor profundidad.
Una salvación universal
Lo primero que llama la atención es que la primera palabra
referida al nacimiento del Salvador sea una llamada a la alegría. Lucas retoma
el «Alégrate, hija de Sión» del libro de Sofonías. Sin embargo, es oportuno
detenernos en otro detalle: el ángel se presenta a María con este saludo y no
con el shalom habitual entre los judíos, cuyo significado es
paz. La alegría como saludo era más propia del mundo gentil. Cuando años
después de los acontecimientos narrados, los habitantes de los pueblos gentiles
leyeran estas palabras, comprenderían probablemente que las palabras del
Evangelio no estaban ya dirigidas en exclusiva al pueblo de Israel, sino que la
redención realizada por Jesucristo estaba destinada desde el primer momento a
todas las naciones. Y que la noticia traída por el Evangelio era de cercanía y
de bondad de Dios con el hombre. La tradición litúrgica ha plasmado en esta
línea algunos de los cantos propios de estos días: el introito Gaudete, como
comienzo del tercer domingo de Adviento y el célebre himno Veni
redemptor gentium (Ven, redentor de las naciones), también
inmortalizado en la tradición musical litúrgica cristiana. Así pues, la llamada
a la alegría y al regocijo está unida estrechamente con la apertura universal
del Evangelio, que está presente desde sus primeras páginas.
El trono de David
Esta universalidad se refuerza además con las dos lecturas
que preceden al Evangelio de este domingo. En efecto, en la primera lectura
escuchamos el oráculo del profeta Natán al rey David, que promete a un
descendiente suyo un reino que superará los límites del espacio y del tiempo;
en la segunda lectura Pablo señala la voluntad de Dios de que «todas las
gentes» lleguen a la obediencia de la fe. Cuando David cae en la cuenta de que
frente a su lujoso palacio, el arca de Dios habita en una humilde tienda, se
dispone a construir un templo hermoso, digno de la majestad divina. Sin
embargo, poco después el profeta Natán le dice a David que será Dios el que le
construirá una casa al rey. Dios no está hablando de un templo hecho con manos
humanas, sino de una casa en el sentido de dinastía real, que ejercerá el poder
sobre el pueblo de Dios eternamente. Ahí Dios le promete a David un hijo, que
será hijo de Dios, cuyo reino no tendrá fin. Con el paso de los años los
israelitas comprendieron que la profecía de David no se refería a sus sucesores
inmediatos, que distaban mucho, en su mayoría, de ser soberanos ejemplares, y
que, por el contrario, condujeron frecuentemente al pueblo a la ruina. La Anunciación a María
supone el punto de partida para este sucesor, verdadero hijo de Dios, en quien
se cumple en plenitud la promesa hecha siglos antes a David. Jesús será, pues,
hijo de Dios e hijo de David, dado que legalmente Jesús descendía de este rey,
al pertenecer José al linaje de David.
La llamada a la confianza
La segunda frase pronunciada por el ángel comienza con «no
temas». Sin duda, el hecho de ser la madre de este rey universal no era fácil
de asumir. En nuestros días es útil escuchar también nosotros este consuelo,
sobre todo cuando debemos afrontar retos o cometidos para los que no nos
sentimos con suficientes fuerzas. Al igual que María, debemos ponernos en las
manos de Dios y pedirle a él que también en nosotros se cumpla siempre su
voluntad, ya que es el mismo Espíritu Santo el que también nos asiste para la
misión que Dios nos encomienda a cada uno de nosotros.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado
por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un
hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El
ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba
qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás
por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre,
y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no
conozco varón?». El ángel le contesto: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer
será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en
su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios
nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.
Lucas 1, 26-38