Domingo Festividad de la Sagrada Familia
(ciclo B)
La familia de Jesús y la nuestra
Hay algunas cuestiones en las que en nuestra cultura todos
coincidimos cuando llega la
Navidad. Una de ellas es la consideración de estas fiestas
como un acontecimiento universal. Por eso, aunque a menudo no se aluda
explícitamente al Misterio que celebramos, nadie duda en felicitar las Pascuas.
Pero, si hay una nota que sobresale de estas fechas, es que estamos en unos
días de indudable carácter familiar: son jornadas de comidas festivas con la
familia y los amigos, y de intercambio de regalos. Al mismo tiempo, durante el
período navideño se acentúa la nostalgia ante la ausencia de quienes
físicamente ya no se encuentran entre nosotros.
La vida oculta de Jesús
Aunque el Evangelio no dedica mucho espacio a la vida
oculta del Señor, hoy es un día para reflexionar sobre ella, poniéndola en
paralelo con nuestra vida cotidiana. Y ello por dos motivos: primero, porque la
mayor parte de la vida mortal de Jesús fue oculta. Esto tiene importancia
especial en una sociedad en la que con no poca frecuencia se valora más lo
externo que lo interno, lo aparente que lo real, el éxito profesional que una
vida plena y cargada de sentido; segundo, porque durante este tiempo se
forjaron muchos aspectos de la vida pública del Señor. María y José están
presentes en el modo de ser y actuar de Jesús, dado que los padres y educadores
de la ciencia o de la fe, sabemos que detrás de cada niño, adolescente o joven
hay unos padres y un modo de vivir. Así es como «el niño, por su parte, iba
creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con
él». Sin dar demasiados detalles, la Escritura revela que, por una parte, estamos ante
una familia que no se distingue de modo particular de las demás, en la que se
supone el amor conyugal, la colaboración, el sacrificio y el trabajo corriente.
La familia como don de Dios
Este pasaje evangélico, leído a la luz de la primera
lectura, del libro del Génesis, y de la carta a los Hebreos, posibilidad
abierta para este ciclo litúrgico B, permite descubrir a los hijos como un don
maravilloso de Dios, pero no propiedad de los padres. A Abrahán todos los dones
le parecen vanos si no es capaz de transmitir a sus hijos todo lo que él ha
recibido. La segunda lectura nos posibilita comprender que el hijo es un don
peculiar, ya que no es propiedad de los padres. Por eso Abrahán es puesto a
prueba. Se quiere subrayar con ello que los hijos pertenecen a Dios y, por
consiguiente, no cabe un afecto posesivo hacia los hijos. Es lo que se pone de
relieve en el Evangelio cuando Jesús es presentado en el templo y es consagrado
al Señor. No es difícil comprender racionalmente que un hijo no es propiedad de
los padres, o que estos no son los dueños absolutos del mismo, pero a veces
cuesta mucho a los padres respetar la libertad de los hijos para las grandes
decisiones de la vida. Mirar a María y a José hoy es ver la completa
disponibilidad a la voluntad de Dios para su hijo Jesús. Ellos saben que deben
administrar cuidadosamente el don recibido y ponerlo en las manos de Dios.
Asimismo, el amor profundo entre los miembros de la familia de Nazaret permite
verlos como el cumplimiento más logrado de cuanto afirma el libro del
Eclesiástico sobre los deberes de los hijos hacia los padres. El modelo de
familia que aparece en la
Escritura no se olvida de cumplir con el cuarto mandamiento
de la ley de Dios. Por eso se incentiva el respeto, la compasión y la paciencia
hacia nuestros mayores. La
Sagrada Familia no se presenta ante los hombres únicamente
para ser admirada. Ante el pesimismo que tantas veces nos embarga, mirar a
Jesús, María y José en nuestra sociedad es tener delante un paradigma que
imitar, buscando ante todo el bien del otro sobre el nuestro.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
Cuando se cumplieron los días de su
purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo
al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón
primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice
la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado
Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu
Santo moraba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería
la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al
templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo
acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar
a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has
presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de
tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo
que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel
caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, –y a ti misma una
espada te traspasará el alma– para que se pongan de manifiesto los pensamientos
de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido
siete años casada, y luego viuda hasta los 84; no se apartaba del templo,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel
momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban
la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la
ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su
parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios
estaba con él.
Lucas 2, 22-40