Una meditación del Papa Francisco
(El Papa eligió para publicar esta
meditación la revista española “Vida Nueva”, que lo ha publicado en su último
número).
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las
saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado
después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y
se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo
en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 10). Es el
Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a
la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de
resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría pudiera parecer una
provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias
que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo,
al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de
irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al
sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos
hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3).
¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó
completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que
ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos
desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que
se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda
esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que
atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las
familias que no saben ya cómo arrimar un plato de comida a sus mesas, es la
pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y
desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.
Sin embargo, resulta conmovedor destacar la
actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la
perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo
que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse
paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese
típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la
vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su
Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y
la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas,
sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron
simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de
la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron
en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en
este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la
corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A
diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos
testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en mar-cha con esfuerzo y
sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos
descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de
la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y
sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos
la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de
góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad,
voluntarios, sa-
cerdotes, religiosas, abuelos y educadores y
tantos otros que se animaron a entre-gar todo lo que poseían para aportar un
poco de cura, de calma y alma a la situa-ción. Y aunque la pregunta seguía
siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos
ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.
Y fue precisamente ahí, en medio de sus
ocupaciones y preocupaciones, don-de las discípulas fueron sorprendidas por un
anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción
para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la
muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser
ungidas por la
Resurrección : no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía
en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que
les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado
tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la
fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar:
nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas
posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la
muerte.
Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que
acompañamos la pa-sión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia
pasión, nuestros oídos escu-charán la novedad de la Resurrección : no
estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras
que nos de proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni
instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos
propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap
21, 5). En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda
la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”.
Cada acción individual no es una acción aislada,
para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está
conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el
confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de
su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del
COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anti-cuerpos de la solidaridad”.
Lección que romperá todo el fatalismo en el que
nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas
de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que
aquejan a millones de herma-nos alrededor del mundo. No podemos permitirnos
escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es
el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gen. 4, 9) y,
en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos,
ese reservorio de esperanza, fe y cari-dad en la que fuimos engendrados y que,
por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado. Si actuamos como un solo
pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un
impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que
padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para
otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de
dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que
sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida
más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos?
¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la
devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La
globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar…
Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y
la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del
amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo,
la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del
amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo
comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de
hermanos”.
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo
que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu
encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el
que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios. Esta
buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los
Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La
vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir
de nuevo”.
Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser
robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes
han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una
rendija para que la Unción
que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos
permita con-templar la realidad doliente con una mirada renovadora. Y, como a
las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a
volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor,
con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad
(cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en
regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo
nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su
pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más
presente. Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se
salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos
integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta
la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de
esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no
romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débil-mente (cfr. Is 42,
2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo
del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en
fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable
tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para
impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida
nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este
es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos
y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir
el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el
tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el
realismo que solo el evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se
deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas
o caducas, nos propone sumar-nos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas
las cosas” (Ap 21, 5).
En este tiempo nos hemos dado cuenta de la
importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo
sostenible e integral”. Cada acción individual no es una acción aislada, para
bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado
en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento
en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su
corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del
COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”.
Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y
permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y,
así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de
herma-nos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia
presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos
volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra
capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese
reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por
tanto tiempo, hemos anestesiado o silencia-do.
Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las
otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos
capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos,
sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con
un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de
poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a
tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y
humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como
comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del
medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la
indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre
con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No
tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una
civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el
desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye
cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos.
Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”.
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo
que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu
encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el
que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.