III Domingo de Pascua (ciclo
A)
La
decepción convertida en alegría
Son varias las notas que distinguimos en los relatos de
las apariciones del Señor a sus discípulos tras la Resurrección. Dos
de ellas destacan especialmente: la dificultad para reconocer al Señor y la
tristeza o miedo que sufren quienes saben que pocos días antes ha sido
crucificado Jesús. Así pues, el paso de la tristeza a la alegría o de la
decepción a la esperanza es palpable en quienes han tenido la suerte de vivir
ese especial encuentro con el Maestro. Pero sería incompleta una visión del
Evangelio de san Juan sin ver qué unifica la experiencia de quienes se topan
con el Señor, ahora resucitado. Estaríamos equivocados si pensáramos que Juan
dedica parte de su Evangelio solo a recordar a través de diferentes episodios
cómo los discípulos adivinan quién les habla. Los relatos de las apariciones
van más allá de meros descubrimientos o de cambios en el estado de ánimo. Se
trata de auténticos encuentros que provocarán una verdadera conversión en el
corazón de los discípulos. Ese cambio del corazón es lo que busca el Señor y el
verdadero fruto de la acción de Dios en los hombres. La pregunta «¿no ardía
nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?» refleja a la perfección que alguien puede ser transformado por un
encuentro. Por otro lado, estamos ante una experiencia y una reacción
profundamente humana: cuando estamos a gusto con alguien, desearíamos que ese
momento se prolongase indefinidamente. Lo que ocurre en este pasaje nos sirve
para valorar la conversión como algo siempre positivo, puesto que no pocas
veces corremos el riesgo de pensar que la conversión consiste más en un proceso
de lucha y superación de nuestros pecados que en una experiencia de gozoso
encuentro con quien nos quiere.
El Evangelio sitúa a los dos discípulos en el trayecto
entre Jerusalén y Emaús. El sentido del camino era el de la fuga, puesto que en
Jerusalén había tenido lugar la muerte del Señor y allí vivía la comunidad de
la que ahora Cleofás y su compañero de viaje se quieren despegar. Probablemente
no existe en la Escritura
un texto en el que se muestre un desengaño tan grande. Se dedican varias líneas
a describir un fracaso, acentuado por una narración con formas verbales en
pasado: lo que pudo ser y no fue. Sin embargo, a partir de ahí comienza algo
nuevo. Precisamente, el lamento da pie a Jesús para explicar la Escritura. Y Jesús no
recurre a pasajes que no tuvieran que ver con lo que planteaban sus amigos,
sino que, en primer lugar, los escucha y luego, conectando con el relato de
ellos, recurre a los pasajes de la
Escritura pertinentes. Con ello se nos muestra que la Palabra de Dios tiene la
virtud de abrirnos la mente para reconocer a Jesucristo en nuestra vida, su
presencia y su cercanía. En tiempos en los que no es fácil participar en la
celebración habitual de los sacramentos es necesario más que nunca reconocer el
valor de la Palabra
de Dios para que, a través de nuestro trato asiduo con ella, podamos decirle al
Señor, como los discípulos de Emaús, «quédate con nosotros». Con esta expresión
se plasma el deseo de recibir al Señor en nuestra vida. En un tiempo en el que la Iglesia ha querido
subrayar el valor de la
Palabra de Dios mediante un domingo dedicado a la Palabra de Dios, las
circunstancias dolorosas que vivimos pueden servirnos para recurrir más a la Escritura y reavivar en
nosotros el deseo de la participación plena en los sacramentos, cuando sea
posible. El pasaje concluye con el retorno a Jerusalén, al seno de la
comunidad. La vuelta a la
Iglesia y el deseo de comunicar a los demás lo que nos ha
sucedido son los dos indicadores de la sinceridad de nuestra conversión.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos
de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante
de Jerusalén unos 60 estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que
había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y
se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él
les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos
se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le
respondió: «Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha
pasado allí estos días». Él les dijo :«¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de
Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y
ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes
para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él
iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde
que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han
sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo
encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición
de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al
sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo
vieron».
Entonces Él les dijo: «¡Qué necios y torpes
sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías
padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos
los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y Él simuló que iba a seguir caminando;
pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el
día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa tomó el
pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les
abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se
dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se
volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros,
que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a
Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.
Lucas 24, 13-35