Domingo de Ramos (ciclo A)
Un rey oculto
Probablemente el hecho más significativo, a la vez que
paradójico, de la celebración de este domingo sea comenzar aclamando a Cristo
como rey, para poco después contemplar conmovidos cómo ese rey de los
judíos es llevado como oveja al matadero. Tanto los relatos de la
entrada del Señor en Jerusalén como, evidentemente, la narración de su proceso
de condena a muerte, están repletos de detalles que presentan al Señor como
objeto de la burla. Lejos de los fastos con que los reyes eran aclamados, Jesús
entrará en Jerusalén subido en una borrica. Y el ambiente de mofa de los
soldados lleva a visibilizar esa peculiar realeza. Por eso lo visten de púrpura
y lo coronan, pero de espinas. Entre todas las infamias que se relatan entrará
en escena una frase que recuerda el episodio de las tentaciones del Señor en el
desierto, que hace pocas semanas escuchábamos: «Si eres hijo de Dios, baja de
la cruz». De nuevo al Señor se le pide realizar un milagro en provecho propio,
como si de un mago se tratara.
¿Dónde queda la acción de Dios?
En torno al esperpento descrito en la Pasión surge
inevitablemente una cuestión nada fácil de responder, vinculada con el salmo
que Jesús pronuncia: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La
pregunta que nos formulamos al ver cómo Jesús es humillado nos la podemos
realizar cada uno de nosotros cada vez que experimentamos el sufrimiento o
somos testigos del dolor de otros. Si algo nos puede aportar este pasaje del
Evangelio, en unión con las celebraciones de estos días, es que cada vez que
nosotros experimentamos la tempestad, el dolor o el sufrimiento,
paradójicamente estamos viviendo algo parecido a lo que padeció el Señor en los
momentos previos a su muerte. La respuesta a la acción de Dios cuando le
elevamos súplicas nunca se encontrará sin continuar la historia de la salvación
en Jesucristo, que por fortuna no concluyó con la humillación y la muerte en la
cruz, sino con la victoria definitiva sobre esa muerte, triunfo en el cual
también estamos llamados a participar.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús fue llevado ante el
gobernador Poncio Pilato, y este le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Jesús respondió: «Tú lo dices». Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y
los ancianos no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos
cargos presentan contra ti?». Como no contestaba a ninguna pregunta, el
gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta el gobernador solía liberar un
preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado
Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte,
a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?». Pues sabía que se lo habían
entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le
mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho
soñando con él». Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la
gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El
gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?», y ellos
dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el
Mesías?». Contestaron todos: «Sea crucificado». Pilato insistió: «Pues, ¿qué
mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Sea crucificado!». Al ver
Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto,
tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta
sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «Caiga su sangre sobre
nosotros y sobre nuestros hijos». Entonces les soltó a Barrabás, y a Jesús,
después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Entonces los soldados
del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a
toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y,
trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una
caña en la mano derecha. Y, doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo:
«¡Salve, rey de los judíos!». Luego le escupían, le quitaban la caña y le
golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le
pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre
de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz. Cuando llegaron al
lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de la calavera), le dieron a
beber vino mezclado con hiel; Él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de
crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a
custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este
es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la
derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban lo injuriaban, y meneando la
cabeza, decían: «¡Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días,
sálvate a ti mismo; si eres hijo de Dios, baja de la cruz!». Igualmente, los
sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo:
«A otros ha salvado y Él no se puede salvar. ¡Es el rey de Israel!, que baje
ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama,
pues dijo: “Soy Hijo de Dios”». De la misma manera los bandidos que estaban
crucificados con Él lo insultaban. Desde la hora sexta hasta la hora nona
vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz
potente: «Elí, Elí, lemá sabaqtaní». («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?»). Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «Está
llamando a Elías». Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja
empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás
decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, gritando de nuevo con
voz potente, exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de
arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se
abrieron, muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de
las tumbas después que Él resucitó, entraron en la ciudad santa y se
aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al
ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: «Verdaderamente este
era Hijo de Dios».
Mateo 27, 11-54