Segundo Domingo de Navidad (ciclo C)
Se encarnó
Es curioso que, al estudiar la historia y la fenomenología
de las religiones, las divinidades siempre habitan en lo alto. Ocupan un mundo
transcendente absolutamente inalcanzable para la débil, imperfecta y minúscula
condición humana. El hombre que quiere acercarse a los dioses ha de emprender
una titánica subida y esfuerzo hacia los templos donde habita la divinidad,
como era el caso del representativo Olimpo griego. Del ser humano parte la
iniciativa y el esfuerzo para acercarse a Dios, sin mucho éxito en lograr su
empresa. Es el ser humano quien sube.
En el cristianismo, es Dios mismo el que busca al ser
humano, su criatura. La iniciativa de este encuentro parte de Dios. Es el quien
desciende de su condición divina para adoptar la condición humana. La Carta a los Filipenses glosa
bellamente este misterio: «Se despojó de su rango», «se rebajó», «tomó la
condición de esclavo» (Flp 2,6-8). Es Dios mismo el que baja. Este es el
misterio de la encarnación, básico para comprender la entraña y esencia del
cristianismo; también del misterio celebrado en este tiempo de Navidad.
El Evangelio del segundo Domingo de Navidad proclama una
parte del hermoso prólogo del Evangelio según san Juan. Es un texto magistral
que, más allá de cuestiones teológicas y exegéticas, enseña al pueblo cristiano
el origen y la identidad de Jesucristo. Los evangelistas Mateo y Lucas se
preocupan de los detalles del origen humano de Jesús. Juan, sin embargo, nos
presentó su origen divino. Jesucristo, denominado como Palabra ( Verbum, en
latín) del Padre es eterno, y ha estado siempre «junto a Dios Padre», porque es
Dios. No es un hombre cualquiera, es el Hijo único de Dios, por el que se ha
dicho, ha hablado, se ha revelado y se ha manifestado Dios Padre.
¿Qué difícil es hablar de esta misteriosa condición divina
de Jesús? El evangelista Juan acude a una serie de metáforas con las que poder
comunicar la esencia existencial de Jesucristo. Es el principio de la Vida , la fuente creadora de
todo cuanto existe «desde el principio» del tiempo y de la historia, porque es
Dios. Es luz que destruye cualquier tipo de tiniebla, miedo y pecado en este
mundo, porque es Dios. Es la
Palabra divina que se encarna, es decir, que «toma carne»,
que se hace hombre, que comparte la condición humana de la humanidad creada
–excepto en el pecado–, porque es Dios. «Y el Verbo se hizo carne, y acampó
entre nosotros». Palabras que son recogidas por la liturgia de la Iglesia al proclamar el
Credo y ante las cuales nos invita a arrodillarnos o inclinar la cabeza, como
un signo de recuerdo y veneración del misterio de la encarnación de Dios,
prolongado también en la oración diaria del Ángelus y cantado en las obras
artísticas de pintores, escultores, cineastas, etc. Hasta los grandes músicos
han cuidado con particular esmero la musicalización de estos versículos del
Credo de la Iglesia.
El mensaje de este domingo es claro. Dios no castiga a los
hombres, no es el culpable del mal y del pecado, no se aleja de la humanidad.
Al contrario, Dios ama a la humanidad, se acerca y se entrega a ella con amor
misericordioso, para salvarla. Dios no condena el mundo ni se aleja de él.
Entra en la historia, en el tiempo de los hombres para redimirlo. Dios no es
nuestro enemigo, es nuestro amigo, como afirma bellamente la liturgia bizantina
al denominarlo philanthropos (amigo de los hombres).
Aurelio García Macías
Congregación para el Culto Divino yla
Disciplina de los Sacramentos
Congregación para el Culto Divino y
Evangelio
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto
a Dios, y el Verbo era Dios.
Este estaba en principio junto a Dios. Por medio de él se
hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la
vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la
recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan:
este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran
por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre,
viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el
mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos
de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de
deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de
quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque
existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras
gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la
verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está
en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Juan 1, 1-18