Cuando el mar de nuestra existencia se
encrespa, viene la tormenta del dolor y sacude la barca de nuestra existencia, todos buscamos un puerto de consuelo:
nuestra madre.
El puerto de consuelo son nuestras
madres, de tal manera que en la vocación materna está inserta esa vocación de
consuelo.
El recién nacido, en cuanto escucha el
soniquete de la canción del corazón de la madre, se calma.
Y lo que dice esa canción es “te amo”.
Y te lo canta seas como seas.
Vamos creciendo, y cuando tenemos tres
años, ¿quién le sostenía?
También nos sostienen en nuestras
caídas.
Y vamos creciendo, y si nos ponemos
enfermos, el tener la madre al lado hace que se quite el dolor.
Cuando nos hacemos mayores... igual. Y
si nos falta, ¡cuánto la echamos de menos!
La tarea de consolar no puede quitar el
dolor. Pero sí pueden al consolarnos, ayudarnos a sufrir, a soportar el dolor.
Ella es la que consuela al Hijo en su Vía-Crucis.
Ya quisiera Ella que lo que le hicieron
a Su Hijo se lo hubieran hecho a sí. Ya hubiera querido Ella que la Pasión y Muerte del Señor
hubiese sido para Ella. Su Pasión habría
sido mucho más amarga y más dolorosa si a Él le hubiera faltado la Madre.
Soy muy mariano. Para mí la devoción a la Virgen es vital.
Ella siempre está ahí: al pie de la
cruz de mi dolor. Y al igual que acompañó a Su Hijo, nos acompaña a nosotros en
las cruces de nuestro dolor.
¡Cuántas
veces la vida nos ha herido, y siempre ha estado Ella para consolarnos!
Aunque mi amor te olvidare, tú no te
olvidas de mí.
Así sea.