Fortalezcan sus corazones (St 5,8)
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor,
encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea
continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme
en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es
una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en
cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama
hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la
encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios,
se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la
tierra. Y la Iglesia
es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra , la celebración de
los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende
a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en
el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia , nunca debe sorprenderse
si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de
renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría
proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal
en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas
y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que
antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo
revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a
ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del
Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús
le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un
ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo
puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos
tienen “parte” con Él (Jn 13,8)
y así pueden servir al hombre.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las
comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es
necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas
realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo
cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo
que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de
ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que
están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia
puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que
Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos
direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la
oración. Cuando la Iglesia
terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega
ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos
parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es
triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en
solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la
resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de
corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo,
los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux,
doctora de la Iglesia ,
escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor
crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y
gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir
trabajando para la Iglesia
y para las almas» (Carta 254,14
julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos
y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y
nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo
resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de
indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está
llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la
rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe
quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que
quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el
amor no puede callar. La
Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada
hombre, hasta los confines de la tierra (cf.Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro
prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que
hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que
estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los
lugares en los que se manifiesta la
Iglesia , en particular nuestras parroquias y nuestras
comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la
indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la
indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran
el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad
para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral
de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La
iniciativa 24 horas para el
Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel
diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la
oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de
caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a
los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma
es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto,
aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro
constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda
la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos
humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras
posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el
amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer
que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras
pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma
se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct.
enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón
misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser
misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero
abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por
los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva,
un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar
con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”:
“Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al
Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y
misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no
caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo
creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario
cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano,
4 de octubre de 2014, Fiesta de san Francisco de Asís
Franciscus