Compasión y severidad
Dios
es compasivo y misericordioso. Así se ha dado a conocer a sí mismo en
Jesucristo. El Creador no es una mera causa no causada de las cosas, ni un puro
motor inmóvil del movimiento del cosmos y de la vida. Las causas y los motores
no tienen corazón. El Dios vivo y verdadero es algo más. A Él se le revuelven
las entrañas ante la infidelidad de su pueblo y desata su ira contra la
injusticia y el abuso de los débiles. Por el contrario, Él espera pacientemente
al hijo caprichoso y altanero, que se ha ido de casa dilapidando sus bienes, y
sale corriendo a su encuentro en cuanto lo ve a lo lejos retornar al hogar. Sí,
el Dios que sufre con los hombres corre a nuestro encuentro. La Cruz gloriosa del Señor es la
meta de su carrera hacia nosotros, pródigos y alejados del corazón de Dios.
En la
escena del leproso que lo desafía a curarlo, Jesús, limpiándolo milagrosamente,
manifiesta de nuevo la ternura divina que Él revela con sus palabras, sus
gestos y su vida. Sintió lástima, dice el
Evangelio. Se conmovió. Lo mismo que
le sucederá ante la viuda que llora al hijo perdido, o ante la muerte de su
amigo Lázaro. Es el corazón de Dios el que se conmueve en el corazón de Jesús.
No puede permanecer impasible ante la súplica del que sufre. Lo limpia de la
lepra y le devuelve su dignidad en aquella sociedad inmisericorde con los
enfermos, los estigmatizados y los pecadores. Pero a continuación se encara
severamente con él –según subraya el Evangelio con más energía todavía en el
texto griego– y le prohíbe contar a nadie lo que le ha pasado. Nos desconcierta
este pasaje. A renglón seguido de la misericordia, viene la severidad. Y ¿por
qué? ¿No le gusta a Jesús que se hagan públicas sus obras maravillosas,
revelación de la misericordia divina? ¿Quiere ocultar su condición de Hijo de
Dios con poder?
El
evangelista señala que, a partir de entonces Jesús no pudo andar abiertamente
por los pueblos y ciudades. Aquel hombre no fue capaz de obedecer a Jesús y lo
contó a todo el mundo. Entonces, todos querían acercarse al Maestro para
resolver sus problemas y encontrar solución a sus necesidades. Pero el Salvador
buscaba más. La misericordia divina no se contenta con curar a los enfermos ni
con resucitar a los muertos. La salvación que Dios nos trae con Jesús va mucho
más allá de nuestras necesidades en el mundo, por graves y dolorosas que sean.
Por eso, Jesús procura con toda severidad que los que han recibido un signo
temporal de la misericordia divina, no se queden sólo en eso. No quiere que lo
busquen como a un mero taumaturgo y sanador de cuerpos. Quiere salvar a la
persona entera. Pero esta salvación no es posible para quienes se afanan por
una salud o una vida sólo temporal. Por eso, Jesús se muestra severo. No quiere
engaños. Su compasión quiere ser verdadera y completa. Procura evitar que nos
deslumbremos con signos de salud que no son todavía la salvación. Será
necesaria la Cruz. Los
signos y las palabras de salvación no bastan para librarnos de la ceguera.
Somos tan débiles que nos encandilamos incluso con ellos. Pero la severidad de la Cruz es inseparable de la
misericordia. En aquélla triunfa el corazón de Dios.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En
aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
«Si
quieres, puedes limpiarme».
Sintiendo
lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo:
«Quiero:
queda limpio».
La
lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole
severamente:
«No
se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y
ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con
grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no pudo entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a Él de todas
partes.
Marcos
1, 40-45