Segundo Domingo de Cuaresma
El lenguaje de la luz
Los cristianos llevamos en el alma una alegría
espiritual que no es producto de nada de este mundo. Es una alegría que puede
con el sufrimiento, con el fracaso, con la traición y hasta con nuestras propias
miserias y pecados, e incluso con la perspectiva de la muerte. Es aquello de
santa Teresa: «El gozar de mucha paz, aunque haya guerra». ¡Don magnífico y por
excelencia del Espíritu Santo!
Pero la vida es
efectivamente eso: guerra, lucha, milicia. Lo es también y especialmente la
vida cristiana. La liturgia de la
Cuaresma habla con particular frecuencia de la esa milicia y
de esa lucha. Y sucede que nos cansamos, porque somos débiles y, sin embargo,
estamos hambrientos de fortaleza; porque ce demos al impulso ciego de las
pasiones del yo solitario, aunque estemos sedientos de libertad y de comunión;
porque el horizonte se oscurece, a veces, ante nosotros, siendo así que somos
buscadores permanentes de la luz.
En el camino hacia
Jerusalén, Jesús observa el cansancio y las resistencias de sus discípulos. Sí,
van con Él, no lo han abandonado, lo siguen. Pero Pedro acababa de rebelarse
abiertamente increpando a Jesús por causa del futuro que éste trataba de
explicarle. No comprendía el sentido del aparente fracaso del Maestro y de la
cruz que se avecinaba. No entendía el sentido de aquella lucha que Jesús estaba
librando y en la que quería enrolarles también a ellos. Jesús lo reprende con
severidad. Pero la reprensión no es el lenguaje principal de la Sabiduría divina. El
lenguaje propio de Dios es el de la luz. Entonces los lleva a Pedro, a Santiago
y a Juan a “la montaña alta” de la revelación divina para mostrarles la luz de
su rostro y el blanco deslumbrador de su vestido. Fue, como escribe Guardini,
un «chispazo luminoso de la
Resurrección que iba a venir».
El Espíritu Santo nos
visita, cuando Él quiere, con transfiguraciones como aquélla, tiempos o
momentos en los que se no da a gustar especialmente qué bueno es el Señor.
Sucede más a menudo de lo que pensamos. Porque ése de la luz es el verdadero
lenguaje del Espíritu. Nosotros, con frecuencia, de puro cansancio, o, peor,
por habernos habituado demasiado a las tinieblas, no abrimos las puertas de
nuestra alma a su v i sit a luminosa. La oración, la penitencia, las obras de
la caridad son indispensables parair acostumbrándonos a ver la luz divina de la Resurrección.
Los apóstoles quisieron
hacer tres tiendas para apoderarse de la fuente dela luz. Quisieron quedarse
allí. Es el otro problema que tenemos con la luz div i na mientras vamos de
camino c on Je s ús. Pero la luz se nos da para el c a mino, para acompañar al
Maestro a Jerusalén y al Calvario, para entregarnos con Él en la ofrenda
desinteresada de la vida, compartiendo la obra divina de la Redención. No es el
momento de levantar tiendas. Es el tiempo de ir, con el Señor, por la cruz,
hacia la luz.
+ Juan Antonio Martínez
Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús se
llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y
se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les
aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la
palabra y le dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bien se está
aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para Ti, otra para Moisés y otra para
Elías».
Estaban asustados, y no
sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la
nube:
«Éste es mi Hijo amado;
escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a
nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les
mandó:
«No contéis a nadie lo que
habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Esto se les quedó grabado, y discutían qué
querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Marcos 9, 2-10