Jesús volvió a insistir una y otra vez sobre la misericordia del Padre. Así ocurre en la parábola de los obreros de la viña. Los obreros van llegando a distintas horas, incluso a última hora. Llega la hora de la paga, y todos perciben lo mismo: un denario.
¿Por qué a todos un denario si han trabajado de forma desigual?
La respuesta es contundente: ¿No te di lo acordado? ¿No puedo hacer con lo mío lo que quiera?
¿Es que para Dios no se tiene en cuenta los méritos de cada persona?
Jesús desconcertó aún más con la parábola del fariseo y el recaudador.
Habla de cómo actúa Dios en el Templo. Él sabe cómo es el fariseo y el recaudador. El fariseo ora de pie seguro y sin remordimiento alguno. El recaudador, en cambio, se mantiene a distancia, sabe lo que piensan de él los demás, se golpea el pecho reconociendo su pecado. No tiene otra salida que abandonarse a la misericordia de Dios.
De pronto Jesús concluye su parábola con una afirmación sorprendente: el recaudador volvió a su casa justificado; el fariseo, en cambio, no.
Cuando uno se siente bien consigo mismo y ante los demás, se encuentra seguro en su propia vida y en su fuerza: no necesita de Dios.
El que se encomienda a la misericordia de Dios como el recaudador, se sitúa en una religión en la que caben todos.
Un día propone la parábola del buen samaritano. Van apareciendo ante el herido un sacerdote, luego un levita... pero dan un rodeo y pasan de largo. Pero al pasar un odiado samaritano, siente compasión y lo atiende corriendo con todos los gastos.
La parábola rompe todos los esquemas y clasificaciones entre amigos y enemigos. El odiado enemigo resulta ser el salvador.
El pecador se confía a la misericordia de Dios y la encuentra. Y el herido también encuentra refugio. Y esto vale para todos, para los del Pueblo elegido, y para los gentiles. Dios es compasivo y misericordioso con todas sus criaturas.