VII
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
El
amor a los enemigos
Después de la proclamación de las bienaventuranzas,
el Evangelio de
Lucas presenta un discurso de Jesús dirigido a aquella multitud que había
venido a escucharle cuando bajaba de la montaña con los doce (cf. Lc 6, 17).
Esta enseñanza tiene un tono particular. No aparece el enfrentamiento con la
tradición de los escribas de Israel, sino que muestra la diferencia
cristiana que los discípulos de Jesús deben vivir ante los demás
pueblos.
«A vosotros los que me escucháis, os
digo…». Estas son las primeras palabras de Jesús, que introducen un mandato,
una exigencia fundamental: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que
os odian». Ciertamente, estas palabras están conectadas con la cuarta
bienaventuranza sobre los perseguidos por seguir al Señor (cf. Lc 6, 22-23),
pero en realidad se dirigen a todo oyente que quiera convertirse en discípulo
de Jesús.
El amor a los enemigos no es solo una
invitación a vivir de manera extrema el mandamiento del amor al prójimo (cf. Lv
19, 18; Lc 10, 27), sino una exigencia fundamental que es paradójica,
desconcertante y escandalosa. Por tanto, este mandato de Jesús se presenta como
una gran novedad con respecto a toda ética y a toda sabiduría humana.
Con este mandato, que Él mismo vivió en
la cruz pidiendo a Dios que perdonara a sus asesinos (cf. Lc 23, 34), Jesús
pide lo que solo es posible por la gracia. Aquí, pues, Cristo rompe con la
tradición, y presenta el novedoso comportamiento del verdadero discípulo: es la
justicia que va más allá de toda justicia (cf. Mt 5, 20), es la fatiga del
Evangelio, es la locura de la cruz (1 Cor 1, 18.22-23).
Ahora con Jesús, esa violencia limitada
por la norma, por la ley del talión, la legítima defensa, la norma de
convivencia, incluso ese amor al prójimo y esa capacidad de perdón a los
nuestros, se quedan muy cortos. Él pronuncia en este Evangelio algo que tenemos
tan oído que tal vez no somos conscientes de su intensidad: el amor a los
enemigos. ¿Nos damos cuenta de lo que significa esto? El enemigo es el que ha
puesto en peligro mi vida, el que me ha causado una herida incurable, el que ha
perjudicado gravemente a mi gente, el que me amenaza constantemente, el que se
ha llevado mis bienes, el que me ha metido en pleitos y juicios sin necesidad y
sin razón. Y Jesús nos invita a orar por ellos, a desearles el bien. Es decir,
a pedir al Señor que se conviertan, que sean felices, que tengan suerte en la
vida. No se trata de rezar un padrenuestro de compromiso. Es ponerlos en la
presencia de Dios, conmigo, y decir con el corazón en la mano: «Señor, es mi
hermano, atiéndelo». ¿Nos damos cuenta de lo que nos pide Jesús?
El amor a los enemigos no es natural de
alguna manera, porque en la naturaleza hay que pelear, y el instinto de
conservación nos conduce a defender a toda costa nuestra vida, nuestros bienes
y nuestra familia. El enemigo es un peligro ante el que hay que luchar y del
que tenemos que defendernos. Sin embargo, el Evangelio nos invita a amar a los
enemigos. ¿Cómo nos puede pedir algo así?
Nuestra sociedad en parte es de
supervivientes, que defienden, luchan y pelean, dispuestos a herir para no ser
heridos. Sin embargo, frente a esta supervivencia aparece la convivencia, que
es compartir la vida con otros, considerar de verdad prójimo a toda persona que
se acerca a nosotros. De este modo, el esfuerzo por sobrevivir (la defensa, la
agresión, la unión cerrada) da paso en mayor o menor medida a otra forma de
ser: la acogida, el perdón y el amor. Convivir es la actitud de vivir con
otros, cargar con ellos, depender de ellos, respetarlos. En muchas ocasiones
por atender a nuestros padres, cónyuges o hijos, no sólo perdemos horas, sino
que a veces perdemos años de nuestra vida. Pero no nos importa, porque los
queremos. El problema cristiano es: ¿hasta dónde amamos? ¿Hasta nuestros
padres, hermanos, y las personas que nos quieren? ¿O más allá todavía? Esa es
la pregunta fundamental.
Cuando la caridad de Dios entra en
nuestra vida, ¿cómo vamos a ver personas para destruir? ¡Imposible! Veremos
personas para convertir, regenerar y conducir a la bondad. Cuando de verdad
experimentamos y sabemos que nuestra vida está abierta a la eternidad, que ya
está aquí la eternidad, la prioridad no es vencer ni derrotar, sino aprender a
vivir esa eternidad donde no habrá que defenderse contra nadie y donde no
podrán destruirnos. Empezar a vivir ya aquí la vida eterna, adelantar el Reino
entre nosotros (eso son las bienaventuranzas), es la condición necesaria para
cumplir el amor a los enemigos. El Señor lo hace posible. Unámonos a Él, participemos
de su vida, y veremos cómo podemos lograrlo.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los
que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te
quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale;
al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que
ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?
También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que
os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si
prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los
pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el
contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada;
será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno
con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis
condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una
medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis
se os medirá a vosotros».
Lucas 6, 27-38