Fuente: ALFA Y OMEGA
XVII
Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)
Vender
todo lo que uno tiene
Concluimos este domingo el tercero de los grandes
discursos del Señor, según san Mateo. Con las parábolas del tesoro escondido,
la perla preciosa y la red, cerramos este ciclo de enseñanzas en las que,
comenzando con el sembrador, hemos ido concretando algunos de los aspectos del
Reino de los cielos, tal y como los presenta Jesús en su predicación. Si en los
domingos pasados destacaba el valor de lo pequeño y lo humilde, ahora se pone
en primer plano la alegría que produce en el hombre encontrarse con lo que
merece realmente la pena. Y es esta la intención del Señor: mostrarnos que
estamos ante una realidad de gran valor y que, cuando encontramos algo así,
cualquier sacrificio y esfuerzo pasan a un segundo plano, en comparación con lo
que obtenemos.
El tesoro y la perla
De un modo casi gemelo, como un duplicado para reforzar la
verdad que se nos quiere transmitir, Jesús compara el Reino de los cielos a dos
realidades: un tesoro y una perla fina de gran valor. Hay un elemento objetivo:
se trata de algo que es valioso, que en sí atrae y provoca en quien lo descubre
centrarse en ello y olvidarse de lo demás. Asimismo, se produce un cambio
subjetivo: la alegría y entusiasmo que impulsan al que descubre algo así a
aspirar a ello. Con esto no nos dice poco la parábola, ya que el Señor
garantiza que el Reino de los cielos no es una ilusión, una utopía o algo que
sería deseable pero inalcanzable. Sabemos que en los últimos siglos han sido
muchos quienes han tachado al cristianismo o a las religiones de intentos de
crear una atracción hacia algo inexistente con la finalidad de tener controlada
a la sociedad. Sin embargo, la revelación del Evangelio es clara. Mediante la
sencilla imagen de lo escondido se nos habla de una verdad ni ficticia ni
imaginaria. Ahora bien, sí que hay una condición necesaria para poder
beneficiarse de algo de tan gran valor como es el tesoro, la perla o, en el
mundo real, el Reino de los cielos. Es preciso descubrirlo. Obviamente, quien
no halla un tesoro pensará que no existe, que es una quimera o una fantasía.
La primera lectura de la Misa de este domingo nos ofrece alguna pista para
poder encontrar aquello que merece la pena. Cuando el Señor le ofrece al rey
Salomón escoger lo que desee, la
Escritura da cuenta de que podría haber pedido aquello que
hubiera querido, como, por ejemplo, una vida larga o riquezas. Sin embargo,
Salomón busca del Señor obtener un corazón atento y el discernimiento entre el
bien y el mal. Esta atrevida elección es una de las causas de que este rey haya
pasado a la historia como el paradigma de sabiduría del Antiguo Testamento.
Para el cristiano de hoy, el ejemplo de Salomón enseña que descubrir algo que
merezca la pena nos exige una cierta sintonía con aquello valioso. Esto no
significa, ni mucho menos, que solo los sabios, los entendidos o los más
refinados según el mundo sean capaces de descubrir lo verdaderamente
importante. No es una sabiduría humanamente elitista la que adquirió Salomón,
ni mucho menos la que pide el Evangelio. Al contrario, conocemos las duras
palabras de Jesús hacia quienes se consideran importantes conforme a los
valores del mundo, puesto que el Señor detesta al soberbio.
El Reino y la
Palabra
Por otra parte, es indudable la conexión que las parábolas
de estos domingos establecen entre el Reino de los cielos y la Palabra de Dios. Por eso,
algunos versículos del salmo responsorial ayudan a identificar ese tesoro o esa
perla de gran valor con la
Palabra del Señor, o con lo que llama la «ley del Señor», de
la cual se afirma que vale más que miles de monedas de oro y plata, o que tiene
más valor que el oro purísimo. Comprender la enseñanza del Señor es tener las
armas para poder toparse con cuanto merece la pena en la vida del hombre y
desechar todo lo que la entorpece.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El Reino de los
cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo
vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra
el campo.
El Reino de los cielos se parece también a un
comerciante de perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va a
vender todo lo que tiene y la compra.
El Reino de los cielos se parece también a la
red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la
arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los
tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles,
separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será
el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le
responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo
del Reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro
lo nuevo y lo antiguo».
Mateo 13, 44-52