Fuente: ALFA Y OMEGA
XIV
Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)
La
revelación a los pequeños
El pasaje evangélico de este domingo comienza con una
acción de gracias en la que Jesús, tomando la palabra, agradece al Padre el
modo en el que ha llevado a cabo la revelación. Poniendo el foco en los
«pequeños», el Señor contrapone a estos con los «sabios y entendidos». No es la
única vez que encontramos esta oposición en el Evangelio. Por eso mismo,
confirma no solo el modo de actuar de Dios, sino también cuál debe ser la
disposición del creyente ante Dios. El Evangelio no determina quiénes son estos
sabios y entendidos ni a quiénes se refiere con el término «pequeños». Más allá
de los grupos de personas concretas a los que se refería Jesús, el texto busca
de nosotros que nos situemos entre los pequeños. Únicamente así podremos ser
destinatarios de la revelación y de la salvación que el Padre ha realizado por
medio de su Hijo. Sin embargo, a pesar de la claridad con que esta oración
habla, el Señor sabe que no es fácil hacerse «pequeño», pues, de lo contrario,
a lo largo de las páginas del Evangelio no se insistiría tanto en cuestiones
como la humildad, la sencillez o el abandono a la voluntad de Dios, tal y como
hemos escuchado en la Palabra
de Dios propuesta por la liturgia en los últimos domingos.
Jesucristo nos comunica al Padre
El segundo párrafo manifiesta la íntima unión que existe
entre el Padre y el Hijo. Mediante una frase que recuerda a los pasajes
joánicos que escuchábamos en el tiempo pascual, se utilizan tres verbos
fundamentales para comprender cómo podemos tener acceso a Dios a través de
Jesucristo: entregar, conocer y revelar. Aunque Jesús refiere estas acciones al
vínculo entre el Padre, el Hijo y los hombres, todo el Antiguo Testamento
consistía ya en una progresiva manifestación de Dios, que llegaría a su punto
culminante en Jesucristo. La grandeza y verdad del pasaje que escuchamos este
domingo es que la actitud del hombre ante esta verdad es la de la acogida. A
menudo podemos pensar que debemos hacer un gran esfuerzo intelectual o moral
para comprender cómo es Dios o para determinar lo que pretende de nosotros,
como sociedad o individualmente. Sin embargo, el proceso de comunicación de
Dios tiene un sentido claramente descendente, es decir, la revelación se ha
dado de Dios hacia los hombres. Varias imágenes ayudan a comprender cuál es el
camino correcto frente al equivocado: la primera, errónea, sería la de nuestros
primeros padres, quienes comen del fruto prohibido para ser como Dios en el
conocimiento del bien y el mal; o la de quienes construyen la torre de Babel
para alcanzar a Dios. Ambas estrategias solo provocan el desconcierto y el
desastre para la humanidad. Por el contrario, el camino elegido por Dios para
hacernos partícipes de su dignidad ha sido el de enviarnos a su propio Hijo
para que pusiera remedio al pecado y a la muerte, consecuencia del mismo; y
enviarnos el Espíritu Santo, donde, a diferencia de Babel, donde las lenguas
quedaron confundidas, todos entendían las enseñanzas de los apóstoles en su
propio idioma.
Mansos y humildes
Así pues, el acercamiento del hombre a Dios es sencillo
precisamente porque no somos nosotros los que recorremos el trayecto. Es el
Señor el que lo realiza. A nosotros únicamente nos corresponde recibirlo en
nuestra vida. Por eso no es un proceso que en teoría lleve demasiado esfuerzo.
Las palabras «venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados» hacen
referencia igualmente a que si acogemos los dones que el Señor nos regala, el
fruto será el descanso y el alivio. La realidad de la vida nos hace no ser
ilusos, y sabemos que, a pesar de querer responder a la voluntad de Dios y de
acogerlo cuando viene hacia nosotros, no viviremos ajenos al dolor, al
sufrimiento, a la enfermedad o a la muerte. Con todo, en la medida en que
pongamos en las manos de Jesucristo todo aquello que nos perturba y nos aflige,
hallaremos no una solución instantánea y mágica que disipe cualquier
preocupación de la vida, pero sí estaremos en condiciones de saber que nuestras
dificultades pueden ser aligeradas si las vivimos con la mansedumbre, humildad
y confianza que Jesús nos pide en el Evangelio de este domingo.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños.
Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para
vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Mateo 11, 25-30