Emotivo y
aleccionador artículo de N.H.D. Marco A. Velo publicado hoy en Diario de Jerez
en la sección Jerez íntimo
El zigzagueo de nuestra propia cotidianidad también
genera –de cuando en tarde- algún rotundo fenómeno de convergencia. Y estas
causalidades jamás deben tomarse a chacota. Hace unos días se han producido,
por suelto, tres hechos convergentes. Sucede que el próximo viernes Juan
Jacinto del Castillo, sacerdote intelectual que es amigo y hermano, pronunciará
en la Capilla
del Voto de la Iglesia
de San Francisco una ponencia titulada ‘La importancia de vestir la túnica
nazarena’ -segunda charla del ciclo Memorial Manuel Martínez Arce organizado
por la Hermandad
de las Cinco Llagas-.
Bien: acontece también que el pasado jueves
seleccioné -entre la documentación que manejamos Francisco Antonio García
Romero, Eugenio Vega Geán, José Jácome González y un servidor de cara a un
ensayo que firmado a cuatro manos nos traemos entre ídem- la fotografía
luminosa del gran hombre de Dios -tan montañés como jerezano- que fue Uberto
Piñán Rodríguez. Y ocurre asimismo que en el presente 2020 se cumplen cinco
años -¡cómo galopa el tiempo!- de su fallecimiento a los 97 de edad.
Resulta inevitable enlazar estas tres (unitivas)
circunstancias. Quienes conocieron de cerca a nuestro ejemplarizante
protagonista enseguida habrán identificado el porqué de mi aseveración. Uberto
era una persona queridísima en esta ciudad de Jerez. Su inquebrantable
simpatía, la locuaz espontaneidad, su don de gentes, su optimismo sonriente y,
sobre todo, el alto concepto del intacto y nunca desmesurado ni desmedido ni demediado
servicio institucional a la
Hermandad , a la que se entregó de lleno y a la que quiso con
todos los resortes del alma, retrataron genuinamente el prototipo y el
paradigma de un cofrade cristiano que siempre respetó con esciente fraternidad
a la práctica totalidad de sus hermanos y asimismo apoyaría incondicionalmente
–sin quebraduras, sin fisuras, sin rasgaduras- a los Hermanos Mayores de esta
corporación nazarena de tantísimos –para él- sentimientos encendidos. Tan
profundos y profusos como la casa poética de Luis Rosales.
Vistió la túnica de las Cinco Llagas por encima –y a
través- de fechas, modismos, mediocridades y coyunturas ajenas hasta que,
alcanzados los ochenta y tantos años de edad, ya las fuerzas musculares y los
achaques de turno quebraron -¿mermaron?- su resistencia y su capacidad física
para realizar la estación penitencial. Uberto sí entendía y somatizaba el
sentido trascendental de saberse penitente de la luz. Sin faltar ninguna
Madrugada Santa. Ninguna. No concebía ni por asomo la Semana Santa
desertando del esparto ajustado a la cintura y del antifaz cristalizando la
férula del anonimato.
Muchos nazarenos de blanco recuerdan/recordamos cómo
Uberto Piñán lloró desconsoladamente –las manos temblorosas agarradas al
soporte de un palco vacío de la calle Larga- cuando aquel primer aciago año
(separado por prescripción médica del santo hábito nazareno) observaba
-impotente, nostálgico, adolorido, las entrañas latientes, la mirada lagrimosa-
el transitar de la cofradía desde el desierto de arena, desde las tierras
movedizas, desde la parálisis de las aceras. Desgajado, arrancado, descarnado
de sopetón, por las bravas y casi en volandas, de la carne de su sempiterna
lealtad cofradiera. ¿Alguna estampa más impensable, más improbable, que la de Uberto
Piñán de paisano cuando el fulgor de la
Luna de Nisán anuncia la semántica de un mutismo antiguo como
la sierpe de la corona de espinos incrustada en el cráneo vivo de Jesús?
Recordaré a Uberto el viernes mientras escuche la docta palabra de Juan Jacinto.
Sí, rememoraré a Uberto Piñán, quien marchara al encuentro del Padre amortajado
por la “importancia” de su túnica nazarena... No sólo lo fugitivo permanece y
dura. También el testimonio personal de un cofrade cuyo legado jamás se diluirá
por el ancho embudo del olvido.