II Domingo del Tiempo
Ordinario (ciclo A)
«Lo he visto y he dado
testimonio»
Durante el tiempo de Navidad, ya concluido, las lecturas
de la celebración eucarística se han tomado principalmente del cuarto
evangelista. Nadie como san Juan resume con tanta claridad lo que hemos
conmemorado durante las pascuas ya pasadas. La conclusión del Evangelio de este
domingo vuelve a recordar la razón por la cual el discípulo amado se siente con
autoridad para plasmar por escrito lo que afirma. «Yo lo he visto» es fundamental
para comprender la revelación de Dios como un acontecimiento no solo real e
histórico, sino también como algo de lo cual se puede dar testimonio, puesto
que ha sido realizado a los ojos de todos. El carácter público de la
manifestación de Dios ha influido en gran medida en el modo con el cual la Iglesia desde el primer
momento desarrolló su misión. Con las naturales precauciones de los momentos de
persecución, siempre se ha huido de un anuncio de Jesucristo llevado a cabo de
modo secreto, oculto o únicamente destinado a una élite o a un conjunto de
privilegiados. El carácter universal de la revelación es, por lo tanto,
indudable, como escucharemos este domingo.
El que quita el pecado del mundo
El pasaje evangélico se encuadra entre el prólogo de san Juan,
escuchado varias veces durante la
Navidad , y el primero de los signos-milagros de Jesús
narrados por este evangelista. Nos encontramos frente a un texto con la función
de ser un puente entre el anuncio de la realidad de que el Verbo se ha hecho
carne (texto que volvemos a escuchar en el versículo del Aleluya) y el comienzo
de la misión pública del Señor.
Suele ser habitual representar a Juan Bautista
precisamente como aquí aparece: señalando a Jesús como «el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo». Para comprender el significado de Jesucristo como
cordero tenemos que acudir al elemento sacrificial por excelencia para los
judíos. La primera escena bíblica relevante del cordero la encontramos en los
orígenes, cuando Abrahán, dispuesto a sacrificar a su hijo, inmola en su lugar
un carnero, anticipo del único sacrificio realmente válido en Jesucristo. Pero
será el cordero pascual, asociado a la liberación del pueblo israelita de
Egipto, el que con mayor fuerza se vincule con Jesucristo, definitivo salvador
del pecado y de la muerte. Con todo, no sería completa la comprensión de Cristo
como cordero sin aludir al concepto de siervo, presente en la primera lectura
de este domingo. Aunque el profeta Isaías designa como siervo a Israel, esta
idea será aplicada a Jesucristo. Este es el sentido de las expresiones «por
medio de ti me glorificaré» o «te hago luz de las naciones, para que mi
salvación alcance hasta el confín de la tierra». Estamos ante un conjunto de
locuciones que retoman las fiestas que hemos estado celebrando hace pocos días:
la manifestación de la gloria de Dios, tanto al pueblo elegido como a todas las
naciones, a todos «los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro
Señor Jesucristo», como recuerda san Pablo, defensor acérrimo de la propagación
de la fe a todos los pueblos.
Bautizar con Espíritu Santo
El Evangelio indica un signo de reconocimiento de
Jesucristo: el Espíritu que baja del cielo como una paloma y se posa sobre Él.
El carácter sacrificial de la imagen del Señor como cordero y como siervo no se
acaba únicamente con su inmolación en la cruz. El Cordero es destinado por el
Espíritu a quitar el pecado del mundo. Precisamente, gracias a la eficacia del
definitivo sacrificio pascual de Cristo en la cruz, los cristianos, de ahora en
adelante, recibiremos un Bautismo que no solo tiene un valor de purificación y
de penitencia, como el que realizaba el Bautista. Jesús será quien bautizará
ahora con Espíritu Santo. Para nosotros eso implicará algo que sobrepasa un
simple lavado de nuestras culpas; significará que somos hechos hijos adoptivos
del Padre gracias a que se nos asocia a su Hijo único Jesucristo.
En este domingo, en el que escuchamos la Palabra de Dios por boca
de algunos de los testigos más señalados de Cristo –Juan Bautista, Juan
Evangelista, Isaías o Pablo–, se nos anima, en definitiva, a proseguir la
cadena de testimonios que aseguran que Jesucristo es quien nos libera del
pecado y nos incorpora a su propia vida de íntima unión con el Padre.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia
él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este
es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de
mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar
con agua, para que sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo: «He
contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel
sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza
con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el
Hijo de Dios».
Juan 1, 20-34