II Domingo después de Navidad
(ciclo A)
«Y habitó entre nosotros»
La profundidad de la celebración del acontecimiento de la
encarnación y el nacimiento del Salvador nos lleva no solo a celebrar el día de
Navidad con hasta cuatro formularios de Misas distintas, dependiendo de las
distintas horas a las que tienen lugar. Durante más de dos semanas prolongamos
un tiempo en el que, incluso, algunas lecturas se repiten. Es el caso del
pasaje evangélico de este domingo, que corresponde al comienzo del Evangelio de
san Juan, escuchado ya en la Misa
del día 25 de diciembre. ¿Por qué, a pesar del interés de la liturgia actual
por variar las lecturas para ofrecer una imagen más amplia de la vida y de la
misión del Señor, repetimos en tan poco tiempo un pasaje bíblico? Sin duda, por
la profundidad de lo que ese texto encierra. Pero no únicamente por eso: una de
las expresiones más comunes en los textos litúrgicos de estos días es la
contemplación y otros vocablos más o menos vinculados con este término, como
admiración, admirable, en un contexto que hace alusión al asombro que provoca
la visión de lo que ha sucedido. Pero, ¿cómo es posible descubrir, ver o
asombrarse por algo? Aquí aparece el otro gran término de estos días: la luz.
Tenemos las calles, las casas y las iglesias llenas de
luces. Hasta en lugares donde el cristianismo no constituye, al menos en la
práctica, la confesión mayoritaria, se siguen iluminando las ciudades para
señalar que estamos inmersos en unas fiestas que guardan una fundamental
relación con la luz. Desde que el cristianismo se fue extendiendo en el primer
milenio, se quiso enfatizar que esa luz es Jesucristo, el Verbo de Dios hecho
carne. El texto evangélico de este domingo afirma con rotundidad: «El Verbo era
la luz verdadera, que alumbra a todo viviente». Sabemos que la celebración más
importante del año, la
Vigilia Pascual , tiene lugar en la noche, y que, desde el
punto de vista popular, la Misa
del Gallo, ha constituido durante siglos el punto culminante de las
celebraciones de estos días. No podemos olvidar, pues, que la afirmación «la
luz brilla en la tiniebla», del prólogo de san Juan, constituye el fundamento
bíblico de la mayor presencia de luz de estas fechas.
La cercanía de Dios con el hombre
Si la verdadera luz, que es Cristo, posibilita poder ver,
descubrir, admirar y sorprenderse por lo que Dios ha hecho en el hombre, lo que
ha sucedido, el admirable intercambio, tiene aún mayor relevancia. El Evangelio
comienza situando el Verbo, la
Palabra , junto a Dios y siendo Dios; y concluye señalando que
Jesucristo, Dios unigénito, es ese Verbo y quien nos ha dado a conocer al
Padre. En definitiva, durante estos días estamos relatando a través de
distintas imágenes –algunas más tiernas, como el belén, y otras más profundas,
como el Evangelio del próximo domingo– la realidad de un acercamiento
unilateral de Dios hacia el hombre. La función de ese Verbo, de esa Palabra, no
es otra que hablar al hombre. En medio del silencio –otro de los temas
tradicionalmente unidos a la noche santa de la Navidad – Dios se ha
aproximado al hombre. Ello ha supuesto un gran paso en el vínculo entre Dios y
el hombre. La relación de Dios con su pueblo hasta entonces consistía en una
constante alternancia de encuentros y desencuentros, de fidelidades e
infidelidades del hombre hacia Dios. Ahora estamos celebrando que Dios ha dado
ya un paso que ha cambiado para siempre el vínculo entre Dios y el hombre: Dios
ha venido a habitar entre nosotros. De ahí la gran relevancia que tiene la
imagen del niño en el pesebre. Un recién nacido es la descripción más precisa
del tomar carne, del encarnarse para que se pueda producir el admirable
intercambio: Dios se hace hombre para que el hombre pueda alcanzar a Dios, para
darnos «el poder de ser hijos de Dios», como señala san Juan.
En suma, se trata de un texto repleto de conceptos menos
concretos que en los acostumbrados Evangelios dominicales, pero que es un
resumen del alcance de la salvación de Dios que nos ha venido con Cristo, y
cuyo comienzo celebramos de modo especial en Navidad.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En el principio ya existía el Verbo, y el
Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se
hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla
no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se
llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio
de la luz.
El verbo era la luz verdadera, que alumbra a
todo hombre viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio
de él, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les dio poder de
ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de
carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de
mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido,
gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la
gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito,
que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Juan 1, 1-18