VI
Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
«Vuestra
recompensa será grande»
Antes o después todos nos encontramos con situaciones en
la vida en las que aparecen el dolor y el sufrimiento, independientemente de la
manera en que se manifiesten. Desde pequeños vamos asumiendo que, junto a todo
lo bueno que recibimos de nuestros padres, hermanos o amigos, la vida golpea
duramente a muchas personas. Los medios de comunicación se hacen eco a menudo
de sucesos en los que se contempla el dolor de otros, pero corriendo con
frecuencia el riesgo de considerarlos hechos inevitables que configuran la
realidad del mundo en el que vivimos; como si se tratara de tópicos que a causa
de su repetición pueden, en cierto modo, instalarnos en la indiferencia e
inmunizarnos.
El discurso concreto del Señor
Por el contrario, el pasaje del Evangelio de este domingo
no nos ubica en posibilidades lejanas de dolor, sino que nos muestra cuatro
tipos concretos y cercanos de sufrimiento: la pobreza, el hambre, el llanto y
la exclusión, el insulto o el odio por causa del Hijo del hombre. El Señor
quiere enseñarnos con todo realismo los peligros y las oportunidades que nos
vamos a encontrar en la vida. Frente a una narración meramente informativa,
Jesús nos acerca a la realidad del dolor, dirigiéndonos, además, sus palabras
de un modo directo, en segunda persona del plural. No trata, pues, de presentar
el mal, propio o ajeno, de modo abstracto, como una mera posibilidad, sino como
algo que nos atañe directamente. Nos habla en presente (los que ahora tenéis
hambre, lloráis) y en futuro (vuestra recompensa será grande en el cielo). Sin
embargo, no son el lenguaje o la forma literaria las novedades más destacadas
del discurso del Señor a sus discípulos.
La respuesta ante una aparente contradicción
Lo llamativo de la enseñanza de Jesús es considerar como
bienaventuranza aquello que el mundo tiene por maldición. Si esto es así, ¿cómo
es posible llamar bienaventurados a quienes son sacudidos por la pobreza, el
hambre o el llanto?, ¿pretende el Señor justificar el dolor de los que sufren?
En absoluto. La defensa de todo lo que pueda originar sufrimiento al hombre es
completamente contraria a la voluntad de Jesús. De hecho, hace tres domingos
escuchábamos la presentación del Señor como Mesías, en la conocida escena de la
sinagoga de Nazaret. Entre la misión del Mesías, tal como había anunciado
Isaías siglos antes, está dar libertad a los cautivos, la vista a los ciegos y
la libertad a los oprimidos. Así pues, las palabras del Señor no pueden
entenderse nunca como un simple intento de respaldo anímico ante el dolor o un
pacto implícito con el sufrimiento de la persona. Así lo testimonian no solo
las palabras de Cristo, sino también sus incontables acciones en beneficio de
quienes más sufren. Para comprender con exactitud el alcance de las
bienaventuranzas conviene acudir a la segunda parte del pasaje que hoy
escuchamos. Ahí se nos presenta como una maldición aquello en lo que a los ojos
del mundo consiste la dicha: la riqueza y el éxito social. Sin embargo, ni la
posesión de bienes o el aprecio por parte de los demás constituyen en si el
motivo de la condena del Señor. El Evangelio fundamenta esta censura de dos
maneras: en primer lugar, desde la realidad de la vida misma. Por mucho que
alguien piense que puede poseer, dominar o controlar su existencia, nadie
escapa a experimentar el vacío y la angustia. En segundo lugar, quien pone la
confianza en sí mismo, aunque se sienta «saciado», ya ha recibido su consuelo.
En definitiva, poner la esperanza en lo provisional y superficial impide la
apertura y la confianza en Dios. No se trata, por lo tanto, de poseer más o
menos riqueza o de considerar la dicha en función del grado de sufrimiento,
sino de elevar nuestro corazón y dirigir nuestra confianza hacia el Señor. Así
nos exhortaba, siglos antes, Jeremías, cuya lectura leemos hoy: «Bendito quien
confía en el Señor y pone en el Señor su confianza». También el salmo
responsorial escogido para la
Misa de este domingo insiste en este motivo.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los doce, se
paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre
del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de
Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los
hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame,
por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque
vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros
padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya
habéis recibido vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!,
porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo
y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!
Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».
Lucas 6, 17. 20-26