IV
Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
Jesús
seguía su camino
Con la conclusión dramática del pasaje de este domingo,
Lucas expresa el contraste entre la aprobación y admiración que generaban las
palabras del Señor en la sinagoga y la contrariedad de quienes pretendían que
Jesús actuara exclusivamente en favor de ellos. De este modo se inaugura una
serie de desencuentros que conducirán a la condena a muerte de quien no permite
ser utilizado para los planes humanos, sino únicamente para la misión recibida
del Padre.
Testigo de la verdad
No cabe duda de que la presencia del Señor en la sinagoga
no deja indiferente a los oyentes. Sin embargo, la incomodidad manifestada en
las palabras «¿No es este el hijo de José?» no parece surgir únicamente del
desprecio a quien, por ser conocido, se le considera inferior que a un
extranjero. Sí que es cierto que este es el sentido de la expresión «ningún
profeta es aceptado en su pueblo», inmortalizada en el popular dicho. Pero en
el Evangelio se descubre algo más profundo: lo que de verdad causaba malestar
entre los paisanos de Jesús era el no poder conseguir que realizara «lo que
hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Ciertamente, quienes oyen a Jesús en la sinagoga intuyen
que están ante un profeta, como se deduce de la referencia a «las palabras de
gracia que salían de su boca», de la presencia del término «profeta» en el
texto y de la alusión a los prodigios realizados por los dos profetas
paradigmáticos de la antigüedad judía, Elías y Eliseo. Con todo, es en la conclusión
del pasaje donde se evidencia la identificación con quienes durante siglos
habían sufrido persecución y martirio por ser testigos de las palabras
recibidas de Yahvé. La furia desatada, la expulsión del pueblo y la conducción
al precipicio, con intención de despeñarlo, presentan evidentes paralelismos
con la suerte corrida por muchos profetas anteriormente.
A pesar de la gran contrariedad que a menudo provoca la
presencia del Señor, no se detecta, ni aquí ni en otros pasajes, el menor
interés de Jesús por enseñar una doctrina o realizar acciones que susciten el
consenso de los demás o la aprobación general. La misión de Jesús es la de dar
testimonio de la verdad y del amor de Dios a los hombres; un amor que no conoce
límites humanos ni geográficos. De hecho, los dos ejemplos de milagros que
Jesús relata se refieren a intervenciones en favor de paganos. El primer caso
es el de la viuda de Sarepta; el segundo, la curación de Naamán el sirio.
Puesto que ambos episodios ocurren en territorio no judío, Lucas pretende
mostrar que ya desde el principio de su ministerio público, Jesús está abierto
a la misión universal.
Jesús se abrió paso entre ellos
En la primera lectura de la Misa de este domingo, del
libro de Jeremías, se señala que el Señor dirige palabras de confianza al
profeta, afirmando, entre otras cosas, que «lucharán contra ti, pero no te
podrán». No ha llegado la hora del Señor. Sin embargo, el salir airoso del
intento de despeñarlo anticipa, en cierto modo, la victoria definitiva de
Cristo sobre el mal y la muerte, cumpliendo las palabras dichas a Jeremías: «Yo
estoy contigo para librarte». Lo ocurrido al Señor puede ser aplicado también a
los cristianos. A pesar de la furia de los enemigos o del precipicio en el que
nos podamos hallar, es posible seguir el camino con Jesús, ya que es el Señor,
y no nuestras propias fuerzas, quien sostiene nuestro caminar y nos libra de
nuestros enemigos.
Por otro lado, a veces podemos correr el riesgo de ser
como los paisanos de Jesús, queriendo decidir nosotros cuándo y cómo debe
actuar el Señor; y, en lugar de buscar la verdad y el amor a Dios y al hermano,
tener una actitud posesiva hacia Dios, queriendo utilizarlo en favor nuestro.
La persona, las enseñanzas y las acciones de Jesús nos muestran, por el contrario,
que la clave de su vida es la donación de sí mismo en favor de los demás, no la
búsqueda del beneficio o del interés propio.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la
sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le
expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de
su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin
duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí, en
tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad
os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en
Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo
tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a
ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el
territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta
Elíseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír
esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron
fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba
edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso
entre ellos y seguía su camino.
Lucas 4, 21-30