Solemnidad
de la Epifanía
del Señor (ciclo C)
«Hemos
visto salir su estrella y venimos a adorarlo»
Desde hace siglos ha sido costumbre la peregrinación de
millones de fieles a lugares especialmente vinculados con la fe. Roma,
Jerusalén y Santiago de Compostela sobresalen como metas de un itinerario
realizado con no pocas dificultades por quienes movidos por su confianza en
Dios han decidido emprender estos dificultosos viajes. La fiesta que hoy
celebramos se puede considerar como un signo de lo que constituye también un
reflejo de la propia vida individual y colectiva: la búsqueda de Cristo como
meta de nuestra salvación. Es esto lo que realizaron en su día los misteriosos
Magos llegados de Oriente. Sin embargo, a pesar de que estamos celebrando el
misterio del encuentro de Dios con el hombre, a menudo puede obviarse en este
día que no existe solo la peregrinación del hombre hacia el Señor, sino que
Dios mismo camina también hacia nosotros.
La salvación en la pobreza y la debilidad
El Evangelio que hoy escuchamos está ligado especialmente
a la primera lectura, del libro de Isaías, como si se tratara de la promesa y
del cumplimiento. Isaías predice el momento en el que, tras las humillaciones
sufridas por el pueblo de Israel, la luz de Dios surgirá sobre toda la tierra,
de tal modo que los reyes de todos los pueblos se inclinarán ante Él. Frente a
esta imagen del Antiguo Testamento, nos encontramos con Mateo, quien describe
la escena de la adoración en un contexto de pobreza y sencillez. Pese al modo
en el que las distintas tradiciones han representado a los «Reyes» (término no
utilizado por Mateo para referirse a ellos), no consta en el pasaje propuesto
hoy por la liturgia que estos fueran ni gobernantes ni siquiera poderosos. Se
trataría más bien de unos personajes desconocidos, cuyo número no sabemos y,
probablemente, vistos con sospecha. Con todo, recorren un largo camino para
simplemente postrarse ante un niño recién nacido, comportándose, a pesar de su
gran sabiduría humana, como los pastores de Belén. Precisamente la debilidad y
fragilidad del niño al que adoran indica desde el primer momento de la vida del
Señor, el modo en el que se llevará a cabo la salvación del hombre. Jesús ha
asumido una carne débil y como tal se ha manifestado a las naciones, representadas
en los Magos. La fuerza de su salvación no procederá, pues, del mundo, sino de
la donación de sí mismo.
El reconocimiento como Dios y rey
Con respecto a los dones ofrecidos al niño, el Evangelio
concreta que fueron oro, incienso y mirra —de ahí nace la tradición de pensar
que son tres los Magos—. Pero si analizamos este dato, comprobamos que los
regalos no responden a necesidades elementales para un recién nacido. Se trata
en realidad del reconocimiento hacia Jesús como Dios y rey; estamos ante un
acto de justicia y de reconocimiento de Cristo como único Señor. La
consecuencia será inmediata: los Magos no pueden ya volver a Herodes, porque
implicaría reconocerlo como rey. Por otro lado, el nuevo camino emprendido
sitúa a quienes han conocido al Señor en una senda diferente a la del poder y
el éxito mundano, abrazando la pobreza y la vía del amor, único medio para
modificar la sociedad. Siguiendo el ejemplo de los Magos, todos los cristianos
estamos llamados a modificar también nuestro camino al encontrarnos con
Jesucristo, que se ha hecho pequeño y ha venido hacia nosotros.
Un encuentro entre Dios y el hombre
En el deseo de la Iglesia por establecer un diálogo fructífero con
el hombre de hoy, se han identificado posibles grupos que puedan representar
hoy a quienes hace 2.000 años adoraron al Niño. El ámbito político, con la
búsqueda del orden y la paz, el mundo científico, tratando de descubrir la
verdad de las cosas, así como las distintas religiones, pueden simbolizar en
nuestros días el encuentro entre Dios, que se manifiesta a los hombres por su
luz, y el hombre, que se dirige hacia ella.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en
tiempos del rey Herodes, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén
preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos
visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Al enterarse el rey Herodes, se
sobresaltó y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los
escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le
contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú,
Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de
Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”». Entonces
Herodes llamó en secreto a los Magos para que le precisaran el tiempo en que
había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «ld y averiguad
cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo
también a adorarlo». Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de
pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a
pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de
inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y
cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron
regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para
que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.
Mateo 2, 1-12