Solemnidad de Pentecostés (ciclo A)
«Recibid el Espíritu Santo»
Estamos acostumbrados a comprender la venida del Espíritu
Santo según la narración de los Hechos de los Apóstoles, la primera lectura de la Misa de este domingo. El
escenario acostumbrado para narrar la venida del Espíritu está dominado por las
imágenes del estruendo del viento y de las lenguas, como llamaradas, posándose
sobre la cabeza de cada uno de los discípulos. Sin embargo, la fiesta de
Pentecostés es la coronación del año litúrgico, debido a que celebra la
culminación de la obra de Jesús. Igualmente, es imprescindible poner en
relación el don del Espíritu con las apariciones del Señor resucitado.
Sopló sobre ellos
El Evangelio relata la aparición de Jesús al atardecer del
día en que había resucitado, «al anochecer de aquel día, el primero de la
semana». Se nos muestra con ello que la venida del Espíritu Santo es un
acontecimiento estrechamente unido a la encarnación y a la resurrección. Para
esto murió y resucitó el Señor: para comunicarnos el Espíritu Santo. De hecho,
el evangelista había aludido ya al don del Espíritu en el momento de la muerte
de Jesús. En lugar de decir que expiró, afirma que entregó el Espíritu. Además,
el hecho de mostrar las llagas no es solo un argumento para defender la
identidad entre el que fue crucificado y el que ahora vive. Constituye una
manifestación del vínculo entre su pasión y muerte y los dones que ahora otorga
a la comunidad.
El soplo es una de las imágenes que refleja de un modo más
claro la llegada del Espíritu Santo. Jesús sopla sobre los discípulos, dándoles
el Espíritu Santo. De este modo se hace alusión al relato de la Creación del hombre, que
afirma que Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices
aliento de vida (Gn 2, 7). Soplando sobre los apóstoles, el Señor, a través de
su propio cuerpo, les da de modo nuevo el aliento de Dios. En cierto modo los
convierte en nuevas criaturas.
No pasa desapercibido el detalle de que el Señor entra en
un lugar cerrado «por miedo a los judíos». Este dato acentúa, por una parte,
que, tras haber resucitado, el Señor tiene el dominio absoluto sobre el tiempo
y el espacio, pudiendo abrir lo que está cerrado, tanto en sentido local como
personal; por otra parte, anticipa lo que sucederá en los discípulos como
consecuencia de su presencia entre ellos: abrirse al mundo. De hecho, a partir
de la venida del Espíritu Santo no será posible ya volver a encontrar a los
apóstoles en un lugar cerrado. La valentía que adquieren, gracias al impulso
del Espíritu, les moverá no solo a salir a las calles, sino también a hablar
sin miedo en el templo de lo que han visto y oído. Del mismo modo que para el
Señor, tras su resurrección, ya no hay obstáculo que se interponga a su acción,
nada podrá impedir a los discípulos llevar a cabo la misión que han recibido de
comunicar la presencia del Resucitado.
Un don y una compañía
El pasaje de este domingo fue proclamado el domingo de la
octava de Pascua; en esa ocasión para referirnos la primera aparición del Señor
a los apóstoles. Al escuchar a los 50 días el mismo relato, la liturgia nos
permite profundizar en las consecuencias del acontecimiento pascual, tanto para
los apóstoles como para nosotros. En su día hablamos de la alegría de la paz
como frutos de la
Pascua. Ahora nos detenemos en la importancia del Espíritu
sobre la primera comunidad de discípulos.
En definitiva, el Espíritu es un don que reciben los
discípulos desde el momento en que la
Pascua del Señor ha tenido lugar. Muerte, resurrección y
envío del Espíritu Santo corresponden a la misma realidad: el don total que
Dios hace a los hombres. Su entrega máxima. Del mismo modo que el pueblo de
Israel quedó liberado del faraón tras su salida de Egipto y, tras cincuenta
días, se sella la alianza en el Sinaí, con la muerte y resurrección de Cristo,
el hombre ha sido liberado. Comprender que el Espíritu Santo asiste a la Iglesia significa que
nunca caminamos solos, sino que llevamos un compañero de viaje que nos asiste,
nos guía, nos consuela y nos anima.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana,
estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los
judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos
y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Juan
20, 19-23