III Domingo de Pascua (ciclo
A)
Emaús: de la decepción a la alegría
La resurrección del Señor va más allá de ser un
acontecimiento único en la historia. La victoria de Cristo sobre la muerte
tiene consecuencias para nuestra vida. Dicho de otra manera, Jesús no resucitó
solo para Él. Este domingo se incide en uno de los frutos de la resurrección:
la alegría. El episodio de los discípulos de Emaús nos refiere algo con lo que
podemos identificarnos: tener ilusión por algo. Al igual que para realizar
actividades en la vida cotidiana necesitamos un aliciente, el nacimiento y la
extensión de la Iglesia
también están en relación con la alegría de los discípulos. Se nos habla de una
conversión a la alegría. Con frecuencia, al hablar de conversión se piensa
únicamente en su aspecto arduo, de desprendimiento y de renuncia. Sin embargo,
la conversión cristiana es ante todo pasar de la tristeza a la alegría.
Emaús y nosotros
Es necesario hacerse cargo por un instante de la situación
que vivían estas personas, que habían acompañado a Jesús durante cierto tiempo.
Tras haber visto al Señor crucificado y abandonado, se alejaban de Jerusalén
completamente decepcionadas. También nosotros podemos tender a alejarnos del
lugar de la muerte y de la resurrección de Cristo. Cuando se nos presenta el
dolor, el sufrimiento, la injusticia y el miedo podemos hacer a Dios, en cierta
medida, responsable del mismo y huir de él. A menudo decimos, como estos
discípulos: «Nosotros esperábamos que él [nos] iba a liberar…» de todo lo que
nos aflige. Con la forma verbal «esperábamos» estamos diciendo que hemos
perdido cualquier esperanza. Y esto es dramático, tanto si se produce de forma
individual como social. ¿Qué salida hay a esta situación? El camino que propone
el Evangelio es tan sencillo como revivir la experiencia de los discípulos de
Emaús: necesitamos aprender de la enseñanza de Jesús, escuchándola y leyéndola
a la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón, aporte luz a
nuestra mente y, de este modo, seamos capaces de dar sentido a todo lo que nos
ocurre.
Es preciso sentarse a la mesa con el Señor. No es
casualidad que este pasaje contenga la estructura de la celebración
eucarística. En la primera parte de la
Misa escuchamos la
Palabra de Dios a través de la lectura de la Sagrada Escritura ;
en la segunda, se realiza la liturgia eucarística y la comunión con Cristo,
presente en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.
El siguiente paso que dan los discípulos es volverse a
Jerusalén. Sienten la necesidad de contar la gran experiencia del encuentro con
Jesús vivo. Cuando uno tiene gran ilusión por algo tiende a comunicarlo a los
demás. Y este es el fundamento de la evangelización: un acontecimiento que
cambia la vida y que tengo necesidad de comunicar a los demás. Solo así se
puede ser testigo. El volver a Jerusalén implica la conversión a la vida
comunitaria. Jerusalén es el lugar donde se encontraban reunidos los once. El
desánimo les ha llevado a alejarse de la comunidad y a continuar su vida de
manera independiente. Estos discípulos comprenden, tras el encuentro con el
Señor, que no es posible vivir la fe de manera solitaria.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los
discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de
Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que
había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y
se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él
les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos
se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le
respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha
pasado allí estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de
Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios
y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes
para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él
iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde
que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han
sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo
encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición
de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al
sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo
vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que
dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara
así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos
los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando;
pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el
día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos,
tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se
les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se
dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se
volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus
compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha
aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y
cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Lucas 24, 13-35