En
el fallecimiento del cofrade ejemplar, Hermano Mayor en funciones en 1980,
miembro de distintas Juntas de Gobierno y Medalla de Oro de las Cinco Llagas
Uberto Piñán Rodríguez
Necrológica
escrita por Marco A. Velo
Uberto fue –a no dudarlo-, además de la tácita
autoridad de la Medalla
de Oro de la Hermandad
que in illo tempore campeaba sobre su pecho de gimnasta olímpico, un hermano
queridísimo y apreciado –de veras apreciado- por todos: por los de acá y por
los de acullá. Por los de entonces y por los de hoy. Por los de antaño y por
los de hogaño. Su inquebrantable simpatía, la locuaz espontaneidad que
destellaba a mansalva, el ingenio afilado, su don de gentes, su optimismo
inalterable y, sobre todo, el alto concepto –la asignatura troncal- del intacto
y nunca desmesurado ni desmedido ni demediado servicio institucional a la Hermandad –como lema,
como modus operandi, como rúbrica, como filosofía existencial-, a la que se
entregó de lleno y a la que quiso con todos los resortes del alma, retrataron
genuinamente durante más de seis décadas el prototipo y el paradigma de un
cofrade cristiano que siempre respetó con esciente fraternidad a la práctica
totalidad de sus hermanos y asimismo apoyaría incondicionalmente –sin
quebraduras, sin fisuras, sin rasgaduras- a los Hermanos Mayores y Juntas de
Gobierno de esta corporación nazarena de tantísimos –para él- sentimientos
encendidos. Tan profundos y profusos como la casa poética de Luis Rosales.
Vistió la túnica blanca por encima –y a través- de
fechas, modismos, mediocridades y coyunturas ajenas hasta que, alcanzados los
ochenta y tantos años de edad, ya las fuerzas musculares y los achaques de
marras quebraron -¿mermaron?- su resistencia y su capacidad física para concluir
la estación penitencial. Uberto sí entendía y somatizaba el sentido
trascendental de saberse penitente de la luz. Sin faltar ninguna Madrugada
Santa. Ninguna. No concebía ni por asomo la Semana Santa
desertando del esparto ajustado a la cintura y del antifaz cristalizando la
férula del anonimato. Muchos nazarenos silentes, compungidos, recuerdan/recordamos
cómo Uberto Piñán lloró desconsoladamente –las manos temblorosas agarradas al
soporte de un palco vacante de la calle Larga- cuando aquel primer aciago año (separado
por prescripción médica del santo hábito nazareno) observaba -impotente,
nostálgico, adolorido, las entrañas latientes, la mirada lagrimosa- el
transitar de la cofradía desde el desierto de arena, desde las tierras
movedizas, desde la parálisis de las aceras. Desgajado, arrancado, descarnado
de sopetón, por las bravas y casi en volandas, de la carne de su sempiterno
testimonio cofradiero. ¿Alguna estampa más impensable, más improbable, más
atípica y más inacostumbrada que la de Uberto Piñán de paisano cuando el fulgor
de la Luna de
Nisán anuncia la semántica del lenguaje de un silencio antiguo como la sierpe
de la corona de espinos incrustada en el cráneo vivo de Jesús? ¿Se sintió, de
súbito, stricto sensu, culpable de una innegociable deserción para la que su
maltrecha salud se impuso categóricamente –inclementemente- a los
requerimientos de la voluntad?
Uberto, un clásico de San Francisco. Quiso negarse a
sí mismo, hacerse menguante ante la grandeza del instituto cofradiero.
Contrario de polemistas desprovistos de obras. Constructor y constructivo. Leal
y legal. Gestor y mentor. Ángel y custodio. "A la Hermandad , al Hermano
Mayor y la Junta
de Gobierno hay que respaldarlos y apoyarlos siempre”, espetaba a diestro y
siniestro. Lo propugnaba a pies juntillas el hermano número 3 del censo de
hermanos. Porque a mayor abundamiento predicó con el escaparate de cristal mate
de las acciones propias. Jamás solicitó ni de soslayo el mínimo reconocimiento,
la más lacónica apología.
Uberto o las confesiones de San Agustín: “Pues
Cristo es nuestro verdadero mediador”. Uberto o las razones de José Luis Martín
Descalzo: “La realidad es más ancha que nosotros”. Uberto o ‘El divino
impaciente de José María Pemán: “No hay virtud más eminente que el hacer,
sencillamente, lo que tenemos que hacer”. Uberto o la inalterable y espartana
asistencia e incluso persistencia -¡menudo ejemplo el suyo!- a las
representaciones corporativas de la Hermandad en las procesiones anuales del Corpus y
la Merced. Siendo
ya nonagenario, Uberto siguió acudiendo puntual a estas obligaciones
estatutarias. Y a los cultos de su Hermandad, al Quinario de la semana de
septuagésima y al Triduo de la
Esperanza. Y a las solemnes ceremonias de besamanos. Y a la
comunión diaria. Miembro de Junta desde la época de Enrique Fernández de
Bobadilla –mediados de los cincuenta-, presidió la Hermandad en calidad de
Hermano Mayor en funciones en el año 1980. Tembló como un párvulo cuando
recibió de voz y manos de quien suscribe en mi calidad de Hermano Mayor
–primeros años de la década del dos mil- el homenaje merecidísimo de cofrade
cincuentenario. Dejad que los niños de casi noventa años se acerquen a mí.
Siempre fortalecido y ágil físicamente –un fenómeno,
un crack, jugando a los bolos casi hasta el epílogo de sus días-, recorriendo
de este a oeste la longitud de la ciudad en unas larguísimas paseatas –a ritmo
de atleta, a paso de agua- de aquel caballero cuya edad mental jamás se ajustó
con la tipificada en el DNI. De un tiempo a esta parte, la distinguida sonrisa
dibujada a lo ancho del rostro, el tono de voz de montañés a la antigua usanza,
el humor refinado de los leoneses, confesaba que si bien parecía un acróbata de
cara a la galería, “la maquinaría interior necesita ya una restauración grande
en cualquier taller de reparaciones”.
Ha fallecido, a los noventa y siete años de edad,
como el héroe sabio que hubo de alcanzar y sustantivar múltiplemente las metas
de la dignidad personal. Uberto, ahora, rebosa felicidad. Porque ha sido
amortajado por el antiguo Hermano Mayor Francisco Barra con su vestidura preferida,
con el santo hábito de la
Hermandad de las Cinco Llagas, con la túnica por la que ya
jamás Uberto llorará apoyado –derrumbado emocionalmente- en el frontal de un
palco vacío como la tristeza de una Madrugada sin capirote sobre las sienes. Ha
marchado hacia el Señor de la
Vía-Crucis en una presidencia de nazarenos blancos que, varas
en mano, de repente también la forman Manuel Martínez Arce, Manolito Guerrero
Ramos, Francisco Vilches Calvo, Juan Peña Tejero…
Post
scriptum: El funeral se celebrará mañana martes, a las once de la mañana, en la Iglesia de Santo Domingo.