Solemnidad de Pentecostés
Las manos y el costado
En
una ocasión, mostraba yo a un amigo, teólogo y artista, una catedral española.
Nos paramos junto a un hermoso Cristo yacente, tallado en una soberbia pieza de
mármol. Le ponderaba la obra y le contaba el impresionante historial del
afamado escultor contemporáneo que la había labrado. Él me escuchaba
atentamente mientras observaba con seriedad aquella figura, que, más que un
cuerpo sin vida, parecía un atleta vivo, lleno de fortaleza y de armonía.
Cuando terminé, observó con cierto laconismo: «Es una obra maestra; es
precioso, pero no es Cristo». Me quedé un tanto desconcertado y lo miré, sin
pronunciar palabra, preguntándole con los ojos la razón de aquella afirmación
tan contundente y tan inesperada para mí. «Muy sencillo –respondió–. No veo
señal ninguna en las manos, ni en los pies, ni en el costado. Es un cuerpo que
habría podido representar muy bien la fuerza latente de la resurrección en el
cuerpo sin vida del Señor. Pero no hay resurrección, sin cruz; no hay ya cuerpo
de Cristo que no lleve las llagas de los clavos y de la lanza. Éste no puede
ser el Señor».
Tenía
toda la razón mi amigo esloveno, teólogo y artista. Aquella imagen podía muy
bien ser de cualquier escultor pagano o neopagano, que pretendiera glorificar
al ser humano esculpiendo la belleza de su cuerpo. Pero la hermosura del cuerpo
del Resucitado consiste precisamente en que lleva también las señales de la Pasión.
El
día de Pentecostés, los discípulos estaban encerrados, llenos todavía de miedo
por lo que los judíos habían hecho con Jesús. Éste se les presenta de nuevo,
resucitado. Y, después del saludo de paz, les enseña las manos y el costado.
Fue como una contraseña para identificarse. Un gesto que hizo desaparecer el
miedo del alma de aquellos hombres acongojados, que enseguida se llenaron de
alegría, al reconocer al Señor.
Lo
que nos quita el miedo al sufrimiento y a la muerte no puede ser más que la
victoria sobre ellos. Un cuerpo hermoso, no tocado por el dolor, puede
impresionarnos, pero, como elude la caducidad y el destino mortal de toda
hermosura humana, nos deja con la incertidumbre y la angustia de esa cuestión
ineludible e irresuelta. El cuerpo llagado de Cristo resucitado es, en cambio,
la señal inequívoca de la victoria. Sus heridas gloriosas nos han curado del
pecado y de la muerte.
Es el
Espíritu, señor y dador de vida, quien pone en pié en todas las plazas del
mundo a los testigos de la victoria del Resucitado. El Espíritu que Cristo da a
sus enviados no les enseña a ellos y a los destinatarios de su testimonio otra
cosa distinta que la victoria ganada en la Cruz. Hay espíritus que enseñan otra cosa, pero
no son de Cristo. Son los espíritus falaces de un camino de gloria que no pasa
por la cruz; de una salvación y de una libertad que serían posibles sin morir
con Él.
Pentecostés
es la fuente de la inteligencia de la fe y de la fortaleza divina que la hace
posible. Sin el Espíritu de Cristo, los humanismos no son suficientemente
humanos. Él cura las heridas de los hombres mostrándoles las llagas gloriosas
del Resucitado.
+ Juan Antonio
Martínez Camino
Evangelio
Al
anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en
una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto entró Jesús,
se puso en medio y les dijo:
«Paz
a vosotros».
Y
diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor.
Jesús
repitió:
«Paz
a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y
dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid
el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados;
a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Juan 20, 19-23