Sexto
Domingo de Pascua
Mi
alegría, en vosotros
Dicen
que la alegría cuesta más que la melancolía o la tristeza. La verdad es que la
vida y el mundo están llenos de situaciones difíciles y de acontecimientos
dramáticos. No hace falta evocar aquí las peleas familiares, los conflictos
sociales o las guerras que rompen los pueblos. Tampoco es necesario recordar
los dramas personales de quienes pierden a seres queridos o son visitados por
enfermedades o desgracias diversas. Con frecuencia parece que los telediarios y
la prensa no tuvieran otras cosas que contar.
La
alegría no es fácil. No sé si más a causa de lo que pasa en el mundo o de lo
que pasa por nuestra cabeza y nuestro corazón. ¿Quién no se ha sorprendido
alguna vez triste o pesaroso por causa del éxito ajeno? ¿Quién no se ha visto
calculando con el ceño fruncido lo bien que les va a los demás tan fácilmente y
lo poco que, al parecer, le rinden a uno los muchos esfuerzos? ¿Quién no se ha
sentido tentado de declararse abandonado por la suerte y de entregarse al
resentimiento o, al menos, a esa actitud del ir tirando que ahora llaman
algunos el pasotismo?
No,
la alegría no es fácil. Y, sin embargo, ¡cuánto la deseamos y cómo la buscamos!
A veces, a cualquier precio y por cualquier medio. Para eso están las pantallas
de los televisores y de los nuevos aparatos interactivos. Para eso están las
viejas drogas, desde el alcohol a otras que se han difundido entre nosotros en
las últimas décadas y que han hecho el agosto entre jóvenes y no tan jóvenes.
Para eso están las relaciones humanas de todo tipo –incluidas, por supuesto,
las más íntimas– usadas como puro medio para el fin supremo de generar ese
producto tan preciado, que es la alegría.
Pero,
claro, la alegría verdadera no es fácil ni barata. Pareciera que cuanto más se
trata de alcanzarla, más huye de nosotros. ¿Será que nadie la puede tener como
mero producto de sus esfuerzos y de sus planes? ¿Será que es ella un regalo del
Cielo que, propiamente, no es de este mundo?
«Os
he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría
llegue a plenitud». Jesús parece suponer que sí hay alegría de este mundo. Ésa,
por ejemplo, que experimentan un padre o una madre cuando ven a su hijo dar los
primeros pasos y echar las primeras carreras. ¡Claro que hay alegrías en este
mundo, creación buena de Dios! ¡Hay muchas! Pero, al final, van siempre
rodeadas de penas. Por eso hay tanta alegría fingida y falsa. Por eso, tanta
tristeza y tanto hastío de vivir. Las alegrías del mundo necesitan alimentarse,
purificarse y sublimarse en la alegría del Cielo, que es la de Jesús.
Es la
alegría de la Vida
divina, la del poder del Amor creador. Es la alegría que no se hace, la que el
ser humano recibe al saberse conocido y querido, buscado y elegido por aquel
poder, por Dios. Es la alegría más fuerte que toda desgracia, más fuerte que la
muerte. Es una alegría espiritual que no sólo es compatible con el sufrimiento,
sino que se intensifica con el sacrificio voluntario y con la entrega de la
vida. Es aquella de la que escribía santa Teresa: «… que tan alta Vida espero,
que muero porque no muero».
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Como
el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis
mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he
hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue
a plenitud.
Éste
es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos,
si hacéis lo que yo os mando.
Ya no
os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os
llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No
sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he
destinado para que vayáis y deis frutos, y vuestro fruto dure.
De
modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os
améis unos a otros».
Juan 15, 9-17