Los
cristianos porque empieza nuestra alegría definitiva. Tal día como hoy, el
Señor muere en la cruz. En la donación del Señor está lo gordo. Porquer nos
quiere a rabiar.
Cuando
queremos a alguien que llamamos “corazón mío” se nos va la vida. Y el Señor lo
hace cada Cuaresma, cada Eucaristía… en distintos momentos de la vida. Lo hace
cuando menos en gracia estemos pero más necesitados estamos.
El Señor
nos ama tanto que no se fija en nuestros pecados, sino en lo que podemos llegar
a ser.
En la
lectura, David pasa por su peor momento. Y él sucumbe: decidió matar a Urías de
la peor manera.
Quiero
hablar del amor del Corazón de Jesús.
¿Señor,
qué puedo entregarte a Ti? A Ti, donde no hay pecado. Nos dice el Señor como a
San Jerónimo: “Jerónimo, entrégame tus pecados”.
Eso es
amar con misericordia, meternos en el Corazón de Cristo, participar en lo más
íntimo que Dios hecho hombre puede dar.
Todo es
complicado, pero entendido desde el amor de un Dios que nos da… “yo quiero que
ames con mi propio amor”.
A Jesús
no se le caen los anillos. Nos sirve como el primero. La expresión preciosa del
amor es el servicio. Si nosotros nos metemos en el Corazón de Cristo, estamos
capacitados para servir como un a madre.
Nos
falta una cosa: el perdón. San Juan Pablo II es el apóstol del perdón. Cuando
una persona perdona, está demostrando ser más fuerte que la otra.
Amar,
amar desde la entrega y el servicio y amar desde el perdón.
El
Evangelio nos pone el broche de oro a esta meditación. Tenemos que hacerlo todo
como si las cosas dependieran de nosotros mismos, pero sabiendo que dependen de
Dios. Nosotros no somos ni los primeros ni los últimos responsables de todo
eso.
La Madre
Teresa de Calcuta ponía a sus monjas de rodillas dos horas antes de la jornada.
Luego, a correr. Porque la fuerza del Corazón de Cristo se vive corriendo a servir.
Estamos
llamados a meternos en el Corazón del Señor de la Vía-Crucis, en su costado.
Así sea.